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LOS PAPAS DE AVIÑÓN. LA CAUTIVIDAD BABILÓNICA DE LA IGLESIA 1305-1377
EL ATENTADO DE AGNANI
7 de
septiembre de 1303
Bonifacio
VIII versus Felipe IV el Hermoso
Cuando el
rey Felipe el Hermoso pretendió hacer tributar al clero francés esto
dio lugar a conflictos entre los señores eclesiásticos y los
funcionarios reales por el ejercicio de todo tipo de derechos sobre
los hombres y las tierras; conflictos que, en general, se resolvieron en favor
de la jurisdicción real, a pesar de las protestas de los obispos y
del Papa.
El Papa
hace valer su plenitudo potestatis y
responde emitiendo, el 25 de febrero de 1296, la bula Clericis laicos, por la que prohibía el
cobro de impuestos al clero sin el consentimiento papal, bajo pena
de excomunión. Esta bula fue ignorada por Felipe, quien contestó emitiendo
una serie de edictos por los que se prohibía, tanto a laicos como a
eclesiásticos, la exportación de productos a Roma. Como resultado de unas
difíciles negociaciones Bonifacio firmó un acuerdo por el que reconocía al rey
francés la potestad de fijar tributos al clero en casos de extrema necesidad y
sin contar con una autorización previa del pontífice. Como símbolo de buena voluntad,
el papa, en 1297 canonizó a Luis IX, rey de Francia y abuelo de Felipe.
El
entendimiento entre Bonifacio y Felipe fue muy breve; se mantuvo apenas cuatro
años. En el verano de 1301 se produjo un nuevo choque cuando el rey
ordenó la detención del obispo de Pamiers, Bernard Saisset, bajo la acusación de traición. Ello
constituía una clara violación de los privilegios eclesiásticos, ya
que únicamente el Papa podía juzgar a un obispo. El motivo inmediato del
arresto fue forzar a una solución del conflicto por la jurisdicción de Pamiers que enfrentaba al Conde de Foix, quien tenía el apoyo del rey, y a la Iglesia, que
contaba con la intervención del Papa, ya que había puesto esa diócesis bajo su
protección directa. Sin embargo el objetivo último tenía mucho más calado, pues
pretendía arrancar a Bonifacio VIII el reconocimiento de la jurisdicción
suprema del rey sobre todos sus súbditos, incluidos los miembros de la alta
jerarquía eclesiástica; es decir, un reconocimiento de la superioridad absoluta
del rey sobre el Papa en el interior de su reino.7
El 24 de
octubre de 1301 en Senlis, ante Felipe
y su consejo, se presentaron los cargos contra el obispo, cuya gravedad, según
el rey, justificaban su intervención: Saisset habría
intentado arrastrar al conde de Foix a participar en
un complot dirigido al levantamiento del Languedoc contra el rey; y
además habría difundido una falsa profecía de San Luis, rey de
Francia, según la cual la dinastía de los Capetos perdería
el reino bajo el reinado de su nieto. Sin embargo, las actas del proceso no
muestran ninguna prueba que acredite esas acusaciones. Unos días más tarde el
consejero real y célebre legista Guillermo de Nogaret envía
una carta a Bonifacio VIII para justificar la actuación del rey y en ella
amplía la acusación de traidor a la de hereje (se le acusa de haber
afirmado que la fornicación no era pecado y de que el sacramento de
la penitencia era inútil). Así el rebelde contra el rey se convertía
también en rebelde contra Dios.
La Ausculta fili (Escucha, hijo)
Felipe
intentó obtener el desafuero por parte del papa, pero Bonifacio, en la
bula Ausculta fili,
hecha pública el 5 de diciembre de 1301, reprueba al rey francés por no
haber tomado en cuenta otra bula, la Clericis laicos sobre los impuestos a los clérigos, y por no obedecer
al obispo de Roma. En Francia, la bula fue quemada, y en lugar de la
"Ausculta Fili", circuló inmediatamente una
Bula falsificada (probablemente obra de Pierre de Flote) llamada Deum time. Sus cinco o seis líneas altaneras
se pensaron para incluir una cuidadosa frase: “... queremos que sepas que tú
eres nuestro súbdito tanto en los asuntos espirituales como en los temporales”.
Como si ello no bastara también se añadía que quien lo negara era un
hereje (lo cual era una frase hiriente para "el nieto de San
Luis").
En vano
protestó el Papa, y los cardenales, contra esta falsificación, en vano intentó
explicar, un poco después, que ser súbdito al que se refiere la Bula es
solamente ratione peccati, i.
e., que la moralidad de cada acto real, privado o público, caía dentro de la
prerrogativa papal. Así se suscitó una reacción de apoyo al rey y de rechazo al
Papa que aparecía como quien intentaba -en términos nada conciliatorios-
someter al rey en asuntos temporales:
“No deje
que nadie lo convenza sobre que tiene Ud. superioridad o está libre de sujeción
a la cabeza de la jerarquía eclesiástica, ya que solo un tonto podría pensar
así...”
Asimismo el
Papa convoca a Felipe y al episcopado francés a un sínodo a celebrar
en Roma, el 1 de noviembre de 1302, con el fin de definir de una
manera definitiva la relación entre el poder temporal y la Iglesia; y
también para juzgar al rey como culpable de abusos inauditos contra la Iglesia.
Felipe responde inmediatamente, acusando de herejía al Papa ante la reunión de
los representantes del clero, de la nobleza y, por primera vez, de la ciudad de
París, lo que constituye el nacimiento de los Estados Generales de
Francia; además convocó un concilio general para juzgarlo y prohibió
la asistencia al sínodo convocado por el Papa. El rey, en palabras de Nogaret, se había convertido en el "ángel de
Dios" enviado para actuar en su nombre.
La Unam Sanctam
Al sínodo convocado
por Bonifacio se presentaron unos cuarenta obispos y seis abades, pero la mayoría
de ellos provenían de territorios que no estaban bajo la jurisdicción del rey
de Francia. Entre los presentes se encontraba el obispo de Burdeos,
Bertrand de Got (el futuro Clemente V). En dicho
sínodo se excomulga, sin nombre propio, a todo aquel que prohíba a quien fuese,
apelar a la Santa Sede. Al final, el 18 de noviembre de 1302, se
promulga la bula Unam sanctam, la
cual llevaba hasta sus últimas consecuencias la doctrina de Inocencio IV,
donde se exponía un sistema jerárquico con supremacía pontificia, en la misma
línea que sus predecesores San -Gregorio VII e Inocencio III. Se
afirmaba que:
«...existen
dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El
uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes
no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el
permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el
poder espiritual (...) Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pronunciamos
que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida
al pontífice romano».
Como se
lee, Bonifacio reconoce la autonomía de la esfera política (poder temporal),
pero con una precisa limitación: dado que el hombre político es también
cristiano, este se encuentra sujeto al poder espiritual del papa. Sin embargo,
era la época del nacimiento de los Estados nacionales, que no se apoyaban ya en
una relación de tipo feudal, sino sobre las relaciones de tipo mercantil y
burgués. Así fue como se interpretó la bula, como una pretensión de tipo feudal
de parte del Romano Pontífice.
La reacción
de Felipe IV fue la convocatoria, el 12 de marzo de 1303 de
una asamblea en el Louvre de París. El rey no podía aceptar que la
esfera religiosa le fuese arrebatada de su poder para pasarla al papa. A la
asamblea se presentaron prelados y nobles (entre ellos la familia Colonna que
se refugiaba en Francia), que acusaron a Bonifacio VIII de
herejía, simonía, blasfemia, hechicería y de ser culpable de la muerte de
Celestino V. Se pidió además la convocatoria de un Concilio ecuménico para su
procesamiento y deposición, encargando al consejero Guillermo de Nogaret su captura y traslado a París.
Cuando el
Papa recibe la noticia de las intenciones de Felipe, en consistorio rebatió las
acusaciones de los franceses bajo juramento y se decidió preparar una nueva bula
de excomunión, la Supra Petri solio, que no tuvo tiempo de promulgar ya
que el 7 de septiembre de 1303 tuvo lugar el incidente conocido
como atentado de Anagni.
Con base en
ese dominio universal del Papa, el rey francés debía ser excomulgado en Anagni el día de la Natividad de María (8 de septiembre de
1303) y sus súbditos declarados exentos del juramento de fidelidad (en esa
iglesia se había proclamado la excomunión de Alejandro III contra Federico Barbarroja y la de Gregorio IX contra Federico II). Pero un
día antes llegaron a Anagni mercenarios franceses, a
quienes se adhirieron cientos de milicianos locales. Hicieron prisionero al
Papa, tras lo cual sobrevino la reacción ciudadana.
Guillermo
de Nogaret, que se encontraba en Italia con la
intención de apresar al Papa, y Sciarra Colonna,
enemigo acérrimo de Bonifacio, contando con el apoyo de la alta burguesía de Anagni y de algunos miembros del Colegio cardenalicio,
asaltaron el palacio papal de Anagni, donde se
encontraba el pontífice. Bonifacio VIII esperó a sus agresores sentado en un
trono y revestido de todas las vestimentas de su rango y los atributos de
poder. En tal circunstancia, Sciarra Colonna
supuestamente abofeteó al Papa tras amenazarlo con la muerte.
Durante tres días el Papa quedó en manos de los conjurados, hasta que el pueblo de Anagnise sublevó en su defensa obligando a sus captores a liberarle y permitiéndole huir de la ciudad. Fue conducido a Roma por una pequeña escolta ofrecida por la familia Orsini y se refugió en el Vaticano. El pontífice murió un mes después, el 11 de octubre de 1303, sin haber cobrado desquite por estos acontecimientos y con la ciudad sumida en disturbios y tumultos. Su agonía ha sido descrita como especialmente penosa, falleciendo de melancolía y desesperanza, en un probable estado de demencia: rechazó ser alimentado, y golpeaba su cabeza contra la pared. El historiador Tolomeo de Lucca señaló que estaba fuera de sí pensando que todo el que se le acercaba quería encarcelarlo. Benedicto XI (1303-1304)
Cuando Bonifacio viii cerró en Roma sus ojos pocos días después del atentado de Anagni,
reinaba gran inquietud en la ciudad y estados de la Iglesia y estalló de nuevo
y con mayor virulencia la lucha entre los Caetani y
los Colonna. Sin embargo, los partidarios del difunto papa en el colegio
cardenalicio y su cabeza Mateo Rosso Orsini lograron, pasado el plazo usual, abrir el conclave
en san Pedro y rechazar la pretensión de los cardenales depuestos Jacobo y
Pedro Colonna de tomar parte en la elección. Los enviados franceses y Nogaret apoyaban vivamente a los Colonna, pero el rey
Carlos de Nápoles desbarató con sus tropas todo intento de penetrar en la
ciudad eterna. Pero con ello corría de antemano riesgo la validez de la
elección papal. No obstante las considerables dificultades por razón de la
paridad de los dos bandos, la elección se realizó en la primera votación, y
salió papa el cardenal obispo de Ostia, Nicolás Bocassini,
natural de Treviso, maestro general que fuera de los dominicos. Con ello, a la
verdad, no desaparecieron las graves tensiones ni se zanjó la sima entre los
bandos contendientes. Al contrario, la situación pedía del nuevo papa prudencia
y fortaleza, cualidades que Benedicto XI no poseía en exceso. El que comenzara
a armonizar los contrastes, le fue frecuentemente achacado a flaqueza. Sin
embargo, ¿cómo pudiera haber obrado de otro modo dada la prepotente influencia
de Francia en toda Italia y la agitación en los estados de la Iglesia? Y éstas
eran sólo las dificultades externas. El nuevo estilo de Bonifacio VIII había
cambiado el papado como institución y provocado contradicción, que iba mucho
más allá del terreno político. Así aparece particularmente en el proceso contra
Bonifacio y las reiteradas exigencias de un Concilio. Condescender con Francia
tanto como fuera posible sin traicionarse a sí mismo, le pareció acertado al
nuevo papa, pero entrañaba grandes riesgos. Instruido convenientemente por los
emisarios franceses, volvió a mandar a la corte el anuncio de la elección,
hasta entonces omitido, absolvió al rey de posibles censuras y levantó también
a los cardenales Colonna las penas canónicas impuestas por Bonifacio viii, pero sin restituirles enteramente
su oficio, dignidades y bienes. Cuando pudo abandonar a la inquieta Roma y
hallar más seguridad en la fortificada Perusa, arrojó de la Iglesia a Nogaret y a sus cómplices inmediatos en el atentado de Anagni. Como cardenal, el nuevo papa se había acreditado
evidentemente en legaciones, y también en Anagni se
portó valientemente. Sin embargo, no estaba enteramente a la altura de su
nuevo y grave oficio. Si no quería hacer nada sin los cardenales, en ello podía
verse un retroceso a la administración colegial de los asuntos de la Iglesia y
un repudio a los métodos del papa Caetani. El hecho
de que los tres cardenales por él creados fueran dominicos y que «sólo hablara
a dominicos y lombardos» delata inseguridad y estrechez. Cuando Arnaldo de Vilanova, médico de Bonifacio VIII y ardiente espiritual,
le mandó admoniciones y amenazas envueltas en lenguaje apocalíptico, ordenó
meter en la cárcel, por las buenas, al adversario de la filosofía tomista. Pero
las predicciones de Arnaldo se cumplieron. El 7 de julio de 1304 murió el papa después
de ocho meses de gobierno en Perusa y fue allí sepultado en la iglesia de su
orden.
Clemente V (1305-1314)
En situación bien difícil se juntaron los cardenales
para el cónclave en el lugar del óbito del papa. Como lo pedía lo ordenado, el
cónclave se abrió diez días después de la muerte del poco afortunado Benedicto XI.
Los contemporáneos no pudieron calcular la importancia de este cónclave, uno de
los de más graves consecuencias para la historia de la Iglesia, pues de él
salió el cautiverio de Aviñón y, a la postre, el cisma de Occidente. Así se
explica que la historia de este cónclave haya dado que hacer una y otra vez a
los investigadores. Al comienzo, el verano de 1304, sólo tomaron parte en él 19
cardenales, de ellos ocho miembros de órdenes religiosas. En el curso de los
once meses que duró, cuatro cardenales hubieron de dejar el cónclave por
enfermos; residían en la ciudad, pero estaban bien informados sobre lo que
pasaba. En el acto propiamente de la elección sólo habían 15 cardenales. Los
dos cardenales Colonna, depuestos por Bonifacio VIII y sólo parcialmente
rehabilitados por Benedicto XI, no pudieron tomar tampoco ahora parte en la
elección. De los dos grupos, casi por igual fuertes, el uno pedía enérgico
castigo de los autores del atentado de Anagni, sin exceptuar
al rey de Francia, y, por ende, la protección de la memoria de Bonifacio VIII
perseguido aun después de muerto. Como candidato de este grupo fue mirado desde
el principio el que era cabeza del mismo: el digno cardenal decano Mateo Rosso Orsini. El cabeza del otro
grupo, el cardenal diácono Napoleón Orsini, sobrino
de Mateo, tenía por imperiosa la consideración al poder de Francia y, por ende,
la reconciliación con los Colonna; Napoleón estuvo apoyado en sus tesis por el
rey de Francia y colmado de donaciones de toda especie. Ambos grupos
compartían seguramente el deseo de que no volviera a ceñir la tiara una personalidad
tan fuerte como Bonifacio VIII; pues en el castigo de los Colonna había tendido demasiado el arco frente a la
autonomía del colegio oligárquico. Como los Colonna eran además partidarios de
la reforma, hallamos a los cardenales mendicantes al lado de Napoleón Orsini. A juzgar por las experiencias de pasados decenios,
dada esta escisión del colegio cardenalicio, sólo cabía esperar una elección
rápida caso de manejarse con rigor las prescripciones sobre el cónclave, cosa a
que el magistrado de Perusa pareció al principio resuelto. Sin embargo,
entonces se discutió vivamente la competencia de los cardenales para mantener o
modificar el orden del cónclave durante la sede vacante. Así se aflojó también
pronto el inicial rigor de la regulación, y, al desaparecer la esperanza de un
pronto acuerdo entre sí, los cardenales comenzaron a tomar sus providencias
para pasar el invierno. Siempre que los cardenales se reunían para el asunto de
la elección —y estos consistorios eran raros— estallaban violentas discusiones
entre los dos Orsini. Hacia navidades de 1304 era
cosa averiguada que un miembro del colegio no obtendría los dos tercios;
había, pues, que ponerse a la busca de un candidato extraño, al tiempo que
crecían también o se hacían más patentes las influencias de afuera. Ya poco
después de comenzar el cónclave, todavía en agosto de 1304, los cardenales
habían enviado el patriarca de Jerusalén al rey de Nápoles rogándole que se
presentara, pues él era al cabo advocatus ecclesiae y mediador neutral. Sin embargo, cuando llegó
por fin a fines de febrero de 1305, había doblado ya hacia la línea francesa,
sólo tras larga espera fue admitido al cónclave y, tras pasar tres días entre
los cardenales y después de muchos dimes y diretes, nada pudo evidentemente
conseguir, por muy parcialmente que ahora lo estimaran la parte bonifaciana de los cardenales. Por este tiempo hizo también
su aparición una embajada francesa, que, según datos oficiales, había de
entablar negociaciones entre los Colonna y los Caetani con miras a su reconciliación y al arreglo de sus diferencias sobre posesiones
al sur de la Campagna. La embajada se detuvo varios
meses en Perusa y las autoridades mismas de la ciudad hubieron de tomar cartas
en el asunto ante su conducta sospechosa.
En las primeras semanas del cónclave, había sonado
brevemente por parte de los bonifacianos, aunque no
del mismo Mateo Rosso Orsini,
el nombre del arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got,
pues lo tenían por hombre para quien era cosa sagrada la memoria de Bonifacio
VIII, y tampoco había de condescender demasiado con el rey de Francia. No
había olvidado este nombre Napoleón Orsini, sino que
había entrado en contacto con él con el mayor sigilo, por medio sin duda de los
enviados franceses residentes en Perusa. Las informaciones resultaron a las
postre favorables, y, con un truco urdido con extrema finura, fueron burlados
los bonifacianos, una vez que el viejo Mateo Rosso hubo de abandonar el cónclave por enfermo. En su
célebre carta a los cardenales, Dante echaba en cara al que sería en adelante
cabeza de los bonifacianos, Jacobo Caetani Stefaneschi, del Trastevere, no haber defendido bastante los intereses de
Roma e Italia. Con mayoría exactamente de dos tercios, la vigilia de
Pentecostés (5 de junio de 1305), fue elegido papa Bertrand de Got, a pesar de las protestas vivísimas de los restantes bonifacianos, que se rindieron luego al resultado.
¿Quién era el nuevo papa elegido después de tan
notable cónclave de 11 meses, a quien se cargaba la dirección de la Iglesia en
tiempo tan atribulado? Bertrand de Got era oriundo de Gascuña, al suroeste de Francia; su hermano mayor
Bernardo era arzobispo de Lyon, y fue elevado por Bonifacio VIII a cardenal
obispo de Albano. Bertrand mismo fue nombrado en 1295 obispo de Comminges y en 1299 arzobispo de Burdeos que estaba bajo
dominio inglés. Podía tenérselo por partidario de Bonifacio, pues había sido
por breve tiempo familiar del cardenal Francisco Caetani y tomó parte en el concilio de Roma del año 1302. Sin embargo, Napoleón Orsini sabía mejor que con este hombre le había dado al rey
de Francia un papa dócil. El nuevo electo aceptó a fines de julio la noticia
que se le trajo, se llamó Clemente V, hizo preparativo para su viaje a Roma
pasando por Provenza, pero luego despachó a seis cardenales para ser coronado
por Todos los Santos en Lyon. Que el 14 de noviembre en la solemne procesión de
la coronación se derrumbara una pared y murieran en el trance varias altas
personalidades, el papa mismo cayera del caballo y perdiera la piedra preciosa
de la tiara, se tomó por mal agüero. Ahora empero era el momento de emprender
el viaje a Italia. Una y otra vez se cuenta de planes de viaje; de Roma y la
Toscana hubieron de llegar también embajadas al nuevo papa solicitando la
marcha. La amenaza que se dice haber hecho los romanos para fines de diciembre
de 1305 de alzar un emperador caso que el papa dilatara su venida, debe tomarse
con cautela. No puede caber duda que, en los comienzos de su pontificado y aun
después, Clemente V quiso ir a Roma. En todo caso no le pasó nunca por la
cabeza trasladar de Roma la sede de la curia. Que en los nueve años de su
gobierno no pudiera resolverse, depende de la flaqueza de su carácter y de la
creciente presión por parte del rey de Francia. Ya el primer nombramiento de
cardenales, lo hace ver con claridad: nueve franceses, entre ellos cuatro
sobrinos, y un inglés. Con ello cambiaba su faz el colegio que, de muy atrás,
constaba en su mayoría de italianos. De la tradición romana vino a caer en la estrechez
de una región hasta entonces apenas considerada. El papa quedó aún más
estrechado y reducido a su patria. Vino a ser un obispo francés o, por mejor
decir, un obispo de la Gascuña. Le faltaba la
práctica de la curia, sobre la que disponían sus electores, y le faltaba
también ante todo el aparato curial. Después de la coronación se quedó largo
tiempo en sus campos patrios, sólo en Poitiers 16 meses. Hasta 1309 no marchó a
Aviñón por razón de su proximidad a Vienne, donde pronto se reuniría el
Concilio. Sin embargo, no fue Aviñón su residencia permanente: desde 1309 hasta
su muerte pasó la mayor parte del tiempo fuera de la ciudad del Ródano. Investigadores
franceses han hecho notar con razón la falta de stabilitas los de los papas del
siglo XIII; pero va diferencia en que los papas romanos, si no en Roma mismo,
residieran en sus fortalezas de los estados de la Iglesia, como Viterbo,
Perusa, Orvieto y Anagni, y
que Clemente V diera vueltas por la Gascuña y
Provenza. Si no fue un papa romano, tampoco lo fue aún aviñonés. Como hombre
enfermo, pendiente siempre del lugar y de las estaciones, a la búsqueda
perpetua del paraje más soportable para su salud, se pasaba semanas sin dar
audiencias, y sólo podían hablarle los cardenales nepotes. A su antiguo
obispado de Burdeos y a las iglesias y capillas de su patria los colmó, de
forma conmovedora, de gracias espirituales y temporales. Su gran parentela explotó
al bondadoso tío de manera desvergonzada, como habremos de mostrar en otro
lugar. El enigma de su personalidad radica en su naturaleza hipocondríaca;
aunque prudente hasta la astucia y en ocasiones también terco, era en el fondo
un hombre bondadoso y frágil. Y esta débil
personalidad tenía que habérselas con Felipe el Hermoso y sus consejeros. La
dependencia del papa en sus relaciones con Francia aparece sobre todo en dos
asuntos: en el proceso contra el difunto Bonifacio y en la supresión de los templarios.
El proceso
en torno a la memoria de Bonifacio VIII
El proceso intentado por el rey francés y sus juristas
de la corona contra Bonifacio VIII está en el más íntimo enlace con el choque
de ambas potestades que se hizo patente en el atentado de Anagni. Nogaret, excomulgado por Benedicto XI, era quien,
ante todo, estaba interesado en el asunto, y tenía que estarlo, pues su destino
— condenación o rehabilitación — dependía del arreglo de cuentas con el
difunto Bonifacio. Según la concepción general, sólo un Concilio puede juzgar
al papa, y esa concepción explica que, desde Anagni,
encontramos esfuerzos para lograrlo. Sin embargo, fuera de Francia se alzaron
voces contra toda mancillación de la memoria del
gran papa Caetani. Ya en la coronación de Lyon, se
habló del Concilio y del proceso contra Bonifacio, y de nuevo en el breve
encuentro de Poitiers en abril de 1307. Cuán minuciosamente se habían preparado
las cosas, hácennoslo ver algunos memoriales
conservados. Hay que pedir enérgicamente al papa que declare inválidas todas
las medidas de Bonifacio VIII contra Francia y los autores del atentado de Anagn, plena indemnización a los Colonna, desentierro de
los huesos del papa y anulación de las sentencias de Benedicto XI. También se
dan instrucciones precisas sobre la formulación de la bula que expediría el
papa. De satisfacerse estos deseos, se podía dejar en paz por un tiempo el
proceso. La curia estaba consternada ante estas exigencias, se nombró una
comisión de seis cardenales, pero no se expidió una bula, a pesar de haber sido
proyectada en muchas deliberaciones. En el largo encuentro entre el rey y el
papa, habido un año después, también en Poitiers, se trató sobre todo de la
orden de los templarios. Como prólogo a las negociaciones presentó el rey su
programa entero: residencia permanente del papa en Francia, condenación de los
templarios interrogados en Francia, celebración en Francia del proyectado
Concilio general, canonización de Celestino v, condenación de Bonifacio VIII,
cremación de sus huesos y absolución de Nogaret.
Aunque el papa rechazó primero enérgicamente el proceso contra Bonifacio VIII,
poco después ordenó la incoación del proceso para la primavera de 1309. Pero no
se abrió, en Aviñón, hasta un año más tarde. No tenemos por qué ocupamos aquí
del material de acusación, pues existía ya casi completo el año último del
gobierno de Bonifacio VIII. Evidentemente, ninguna de las partes tenía interés
en una rápida marcha del proceso. El asunto se trató en muchos consistorios, y
una y otra vez fue aplazado. Varias comisiones se ocuparon en el interrogatorio
de testigos de dudosa procedencia, que habían sido ganados en Italia para un
proceso espectacular. La acusación más peligrosa, la de herejía, desvela el
sentido político del proceso: hacer al débil papa flexible para otros fines.
Sin duda fue el influyente Enguerran de Marigny quien propuso el sobreseimiento del proceso, una
vez que el papa, en la bula Rex gloriae de 27 de abril de 1311 atribuía al rey celo loable (bonum zelus.) en su proceder contra Bonifacio y absolvía
también, ad cautelam, a Nogaret. La tachadura en los registros oficiales de las
bulas expedidas por Bonifacio VIII contra Francia, significaba una grave
humillación. En el concilio de Vienne sale otra vez a relucir el factum Bonifacianum,
pero no fue examinado despacio.
La supresión de la orden de los templarios. El concilio de Vienne (Francia)
Uno de los acontecimientos más impresionantes de la
historia de la Iglesia a comienzos del siglo XIV fue la supresión de la orden
de los templarios. Perdido en 1291 Acre, último bastión cristiano en tierra
santa, no acabaron por ello las cruzadas para los contemporáneos. La idea
permaneció viva, siquiera, en la práctica, sólo se aprovechara en la mayoría de
los Estados como pretexto para imponer nuevos censos. Ya antes del pontificado
de Clemente V, se había ocupado el rey francés del asunto de la orden del
Temple; proyectó la fusión de todas las órdenes de caballería con él mismo como
gran maestre, y en la coronación del papa en Lyon había presentado quejas.
Quejas se habían también manifestado por otros lados. El verdadero motivo de la
persecución y extinción de los templarios se escapa en gran parte a nuestro
conocimiento. La independencia de las órdenes de caballería y sus grandes riquezas
en bienes raíces y dinero eran seguramente incómodos al creciente poder de los
llamados Estados nacionales. Sin duda existía cierta difamación; los malos
rumores fueron alimentados por Esquiu de Floyran, conocido como traidor a la orden, que la denunció primero
ante el rey de Aragón y luego, con más éxito, ante Felipe IV de Francia. Pábulo
también recibieron las calumnias por obra de los espías que Nogaret infiltró en la orden. Las malas noticias sobre la orden llegaron igualmente a
los oídos del papa que se mostró preocupado por ellas. Sin embargo, la
consternación fue universal cuando, en la madrugada del 13 de octubre de 1307,
todos los templarios franceses fueron encarcelados por orden del rey, y
sometidos en seguida a rigurosos interrogatorios, por funcionarios
precisamente del rey y con fuerte aplicación de la tortura. Así fueron
arrancadas confesiones, cuya retractación, según el proedimiento de la
Inquisición, podía conducir a la hoguera. Algo más tarde, prosiguieron
inquisidores la instrucción, recibiendo las más veces las muchas confesiones ya
obtenidas. ¿Qué confesaron los templarios torturados? El renegar de Cristo y
escupir a la cruz, besos inmorales e incitación a la sodomía, y también adoración
de un ídolo al ingresar en la orden. Desconcertante fue la confesión, obtenida
a fines de mes, del gran maestre Jacobo de Molay y su
circular a todos sus hermanos de religión encarcelados, invitándolos a que
también ellos confesaran.
Todas las confesiones así obtenidas fueron
transmitidas al papa y, bajo su impresión, dio órdenes de que los templarios
fueron encarcelados en todos los países; sin duda le movió también la
consideración de que sólo a la Iglesia y a su cabeza competía juzgar de tales
acusaciones a una orden exenta de pareja importancia, como también la de
conservar en mano la disposición sobre los bienes de los templarios. Mas, al
ser informado de la manera como se procedía y de que muchas confesiones habían
sido retractadas, suspendió en febrero de 1308 los poderes de obispos e
inquisidores. Pero los templarios prisioneros siguieron en gran parte bajo la
custodia del rey y sus funcionarios. Un relato de la época cuenta que los diez
cardenales nombrados hasta la fecha por Clemente V se presentaron al papa y le
devolvieron sus capelos, pues se habrían equivocado al suponer que él, como
todos los papas anteriores, era señor del mundo y estaba por encima del
emperador y de los reyes; cuando en realidad era súbdito del rey de Francia, el
cual, por su soberbia, había cometido un gran crimen contra la famosa orden.
Aunque aquí se exageren fantásticamente cosas que pasaron en los consistorios,
la noticia refleja bien lo confuso de la situación.
Era menester tomar nueva carrera para lograr la meta,
que era el aniquilamiento de la orden. Al famoso encuentro de Poitiers en 1308
precedieron acusaciones al papa como coautor de la herejía, sobre todo en la
gran junta de los estados generales de Tours. Con los diputados de los
estamentos apareció el rey en Poitiers el 26 de mayo y allí permaneció hasta el
20 de julio. En solemnes consistorios fue el papa atacado de forma inaudita con
discursos inspirados por Nogaret, y abrumado de
amenazas. También templarios cuidadosamente escogidos repitieron ante el papa y
la curia sus anteriores confesiones. En cambio el rey se cuidó de que no
vinieran a Poitiers el gran maestre ni los altos dignatarios de la orden, que
fueron interrogados en las cercanías por dóciles cardenales y, naturalmente,
con el resultado apetecido. En Poitiers se le quitó al papa toda voluntad de
resistencia. Tuvo que conceder celebrar un Concilio en Francia, incoar el
proceso contra la memoria de Bonifacio y, respecto de los templarios, alzar la
suspensión de obispos e inquisidores. Parece bastante cierto que poco a poco
comenzó a dudar de la inocencia de la orden. Por eso citó a los templarios ante
el Concilio convocado en Vienne para el l° de octubre
de 1310, y nombró dos subcomisiones, una papal para toda la orden, que actuaría
en distritos mayores. Sus miembros habían sido propuestos por el rey para la
instrucción en Francia, pero también en distritos extranjeros. Estas comisiones
debían entender en la culpabilidad de la orden en general y ocuparse de los
grandes dignatarios. Las comisiones episcopales debían interrogar a los
templarios residentes en cada diócesis sobre más de cien puntos y presentar el
material reunido al Concilio provincial. También la composición de las
comisiones locales fue en gran parte determinada por el rey. De la actuación
de estas dos comisiones se han conservado numerosos fragmentos, que muestran un
cuadro múltiple de procedimientos, cuyo fin en Francia era claramente arrancar
confesiones e impedir la retractación de las anteriores por la amenaza del
fuego contra los relapsos. Como las confesiones, sobre todo de fuera de
Francia, se hacían esperar, mandó el papa la aplicación general de la tortura.
A pesar de todo, se dieron en muchos lugares escenas de heroísmo, proclamando
públicamente grupos enteros de templarios prisioneros su inocencia y la de la
orden. Poco después, el nuevo arzobispo de Sens,
hermano que era del omnipotente ministro Enguerran de Marigny, hizo subir a la pira en un solo día, en mayo
de 1310, a 54 templarios y más adelante a varios grupos menores; todavía de
entre las llamas retractaron las confesiones anteriormente arrancadas. Como
sólo lentamente llegaba el material, se aplazó en un año, para el l° de octubre de 1311, la apertura del Concilio, a fin de
poder extractar los protocolos urgentemente pedidos, extractos que servirían
de base para las deliberaciones del Concilio general.
Sobre los procedimientos contra los templarios fuera
de los dominios de Felipe el Hermoso, estamos particularmente informados de lo
hecho en Aragón. Jaime II aprovechó ávidamente la ocasión para apoderarse de
las muchas plazas fuertes de la orden, cosa que hizo de forma poco clara y no
siempre irreprochable. A la noticia de que comenzaba la persecución, los
templarios de la corona de Aragón pusieron a punto de defensa sus castillos, y
fueron menester largos sitios por hambre hasta que se quebrantó su resistencia.
En ocasiones se empleó también aquí la tortura; pero nuevos documentos de
Barcelona prueban que, a pesar de múltiples tormentos, no se obtuvieron aquí
confesiones. En los otros países europeos, como Italia, Alemania e Inglaterra,
y sobre todo en la sede principal de la orden, Chipre, aun después de escrupulosos
interrogatorios, no se dudó de la inocencia de la orden. El obispo de
Magdeburgo suscitó por su proceder contra los pocos templarios que había en su
territorios el disgusto de los otros obispos alemanes. Así, nada definitivo se
había decidido, cuando, el l° de octubre de 1311, se
congregó el concilio en Vienne.
El Concilio fue principalmente convocado para examinar
el asunto de los templarios; otros temas mentados en la bula de convocatoria,
como la cruzada y reforma de la Iglesia, no pasaban aquí de lugares comunes al
uso. La invitación se dirigió formalmente a todos los representantes de la
jurisdicción de la Iglesia; pero sólo debían acudir aquellos obispos que fueran
nominalmente citados. Indicio del interés que tenía el rey por los invitados es
una lista conservada en el archivo real, que fue probablemente una minuta o
borrador de la posterior lista pontificia. Ya no puede averiguarse si la pidió
el rey o le fue presentada por propio impulso de la curia. Pero es importante
la invitación a todos los arzobispos con uno o dos de sus sufragáneos que
luego representarían la totalidad de la Iglesia, ideas que encontraremos de
nuevo en la época de los Concilios de reforma. Para fortalecer su posición,
hubo de tener interés el papa en que por lo menos los obispos personalmente
invitados acudieran efectivamente. Pero por lo general fuera de Francia había
pocas ganas de tomar cartas en parejo asunto. El número de participantes fue de
unos 120 entre patriarcas, arzobispos, obispos y abades mitrados; con los
procuradores de obispos ausentes, de cabildos y monasterios se da el número
redondo de 300. En la apertura del Concilio, el 16 de octubre, aludió Clemente
al tema más importante: el arreglo de la cuestión de los templarios. Por moción
del papa, escogió el pleno del Concilio, de entre los asistentes, una gran
comisión a la que fueron entregados los protocolos y extractos de la
instrucción para su examen. Una comisión menor de trabajo llevaba el necesario
trabajo previo. Parece además que una comisión de cardenales se ocupó de los
problemas especiales de los templarios, y también en los consistorios se trató
repetidamente del tema. La actuación de varios caballeros templarios en la gran
comisión suscitó la cuestión de la defensa de la orden. Interrogados por el
papa los miembros de la comisión oralmente y por escrito, cuatro quintas partes
se declararon por que se diera a la orden posibilidad de defenderse, con gran
disgusto del papa y angustia de los padres por razón de la «fuerte ira» del
rey. En efecto, Clemente, por consideración al rey, estaba decidido a suprimir
a todo trance la orden. El Concilio, en espera de la evolución del proceso de
los templarios, se entretuvo en proyectos de cruzada y ya de antemano se le
hicieron al rey de Francia amplias concesiones de censos o diezmos; entretanto,
tenían lugar entre la curia y el gobierno negociaciones secretas, que representaron
el punto culminante del «trabajo conciliar». La embajada francesa, dirigida por Enguerran de Marigny, logró
del papa, probablemente amenazándole con el proceso contra Bonifacio VIII, la
supresión de la orden por vía administrativa: resultado con que, dado el
ambiente del Concilio, ambas partes podían darse por satisfechas. Seguidamente
tuvo lugar en Lyon una asamblea de los estados generales, medio usual con usual
resultado. Acompañado por los estamentos y demás gran séquito, se presentó
luego el rey, el 20 de marzo, en Vienne. Ya dos días después se reunió la gran
comisión y se adhirió por gran mayoría a la moción del papa de suprimir la
orden por ordenación apostólica. Y el 3 de abril, en la segunda sesión pública
del Concilio, fue publicada por el papa la supresión. Inmediatamente comenzó la
pugna en torno a los bienes de los templarios. La mayoría de los padres
deseaban el traspaso a una nueva orden que se fundaría. El papa, empero, y el
gobierno francés bajo la influencia de Marigny que en
esta cuestión aparece como el muñidor, estaban por la atribución a los
hospitalarios de san Juan.
Por los informes de los embajadores aragoneses sabemos
mucho de las negociaciones en torno a los castillos de los templarios. Poco
antes de terminar el concilio, fue hecha pública la cesión de los bienes de los
templarios a los hospitalarios, a excepción de la Península Ibérica (Castilla,
Aragón, Portugal y Mallorca).
Algunas disquisiciones dogmáticas se derivaron de la
perpetua discordia entre los dos grupos de la orden franciscana, y giraron en
torno a la persona y doctrina de Pedro Juan Olivi, al
que de tiempo atrás perseguía la «comunidad» y cuya condenación quería arrancar
al Concilio. Sin embargo, parece que se logró eludir las dificultades con un
hábil compromiso; y así, la constitución Fidei catholicae fundamento, leída en la sesión final del 6 de mayo, proclamaba: El costado de Cristo no fue abierto hasta
después de su muerte, la substancia del alma racional humana es por sí misma
verdadera forma del cuerpo humano, niños y adultos reciben en el bautismo de la
misma manera la gracia santificante y las virtudes. Como Olivi no fue nombrado en el Decreto, surgieron más tarde
violentas discusiones sobre el alcance de las fórmulas; pero, dado el mal
estado de la tradición, no pudieron resolverse las dificultades. También
ocuparon mucho lugar las pendencias en la familia de san Francisco acerca de la
interpretación del usus pauper. Para
allanarlas fue nombrada una comisión, cuyo dictamen ha aparecido recientemente.
El pleito acabó con la publicación de la constitución apostólica: Exivi de paradiso,
también en la sesión final del Concilio. La constitución sigue prudentemente la
vía media y da amplias explicaciones sobre la regla de la orden, sin entrar en
el aspecto dogmático de la cuestión.
Hay opiniones varias sobre si el concilio de Vienne ha
de calificarse como Concilio de reforma en el sentido de la edad media tardía;
lo cierto es que no fue convocado por cuestiones de reforma. Sin embargo, el
papa solicitó desde el principio dictámenes de reforma de los que se han
conservado algunos fragmentos que permiten suponer la existencia de un extenso
material. Para recoger quejas y mociones nombró Clemente v, en la primera
sesión solemne del Concilio, una comisión de cardenales, que comenzó luego a
dar forma a la múltiple materia. En sus deliberaciones participaba también
ocasionalmente el papa. Tratábase sobre todo de poner
coto a las muchas intervenciones, descritas frecuentemente por menudo, de los
órganos estatales en la vida jurídica de la Iglesia. Otro tema fue la escala de
exención de los religiosos, señaladamente de los mendicantes. Como el Concilio
acabó inmediatamente después de resuelta la cuestión de los templarios, las
deliberaciones sobre reforma quedaron inacabadas. Sólo unos pocos decretos
estaban acabados y fueron leídos en la tercera y última sesión del Concilio;
para otros se anunció una lectura posterior y la entrada en vigor de todas las
disposiciones de reforma. Una lectura hubo aún lugar más adelante en un
consistorio público en el castillo de Monteux cuatro
semanas antes de la muerte del papa. Como corrían ya algunos decretos o
esquemas de decretos, se originó una gran inseguridad, a la que puso fin Juan XXII por la publicación oficial y usual
envío a las universidades. Desde entonces, los decretos reelaborados aún
después del Concilio, son elemento del Corpus
Iuris Canonici con el nombre de «Clementinas». De
entre el material de reforma descuellan algunos informes de importancia general,
que se mentarán en otro contexto. Para la actividad misional de la edad media
tardía fueron importantes las disposiciones dictadas a instancias de Raimundo
Lulio sobre la erección de escuelas de idiomas.
Según las instrucciones del Concilio, los bienes de
los templarios habían de pasar a los hospitalarios de san Juan, pero el cumplimiento
de esta ordenanza iba muy despacio y se dilató por decenios. En Francia, la
máxima parte de los bienes de los templarios vinieron a la postre a parar a
manos del rey, pues éste presentó la cuenta correspondiente por las costas del
proceso. El papa se había reservado también la suerte de los grandes
dignatarios. Cuando éstos tenían que repetir ante Notre-Dame
de París la confesión de su culpa y aceptar la cadena perpetua, el gran
maestre y el gran preceptor de Normandía recobraron su valor, retractaron todas
sus confesiones y protestaron de la inocencia de la orden. El mismo día, sin
ser oídos y sin respeto con el papa, fueron quemados vivos. La responsabilidad
por el trágico destino de esta famosa orden ha dado una y otra vez que pensar a
los investigadores y pábulo a la propaganda histórica. Hoy se admite de manera
general que la orden en su totalidad fue inocente de los crímenes que se le
imputaron. A par de H. Finke, conocedores tan importantes
de aquel tiempo como G. Mollat y J. Haller se han pronunciado por la inocencia de la orden, y
condenado ásperamente el proceder de Felipe el Hermoso. Sin embargo, en tiempo
reciente se ha planteado la justa cuestión sobre la parte de responsabilidad
que le cabe al enigmático rey, y si pudo obrar por motivos puramente
religiosos. Cierto que estaba penetrado de la superioridad de la corona
francesa y de la conciencia de una especial elección personal, no menos que de
piedad profunda y hasta fanática; pero los medios aquí empleados no admiten
excusa ni para la edad media. Ante el foro de la historia, sobre él recae la
principal responsabilidad de la muerte y sepultura de los templarios. No es
mucho menor la parte de culpa de Guillermo de Nogaret,
pues el demoníaco estilo del procedimiento corresponde casi a la letra con
métodos empleados por él en otros casos. El juicio de Jacobo de Molay, gran maestre de la orden, vacila entre los
historiadores, como vacilante fue su conducta una vez que estalló la tormenta: primero
confesó, luego retractó reiteradamente sus confesiones y otra vez confesó. La
vacilación o contradicción se explica por la espantosa presión que sobre él se
ejerció. Que fuera sometido a tortura física, es cuestión abierta, pues las
fuentes que aún quedan después de la destrucción de las actas secretas no dan
suficiente claridad sobre ello. Tal vez intentó por la inverosímil confesión de
renegar de la cruz de Cristo al ser admitidos a la orden, venir a parar ante el
tribunal de la Iglesia y puso así toda la esperanza en descubrir ante el papa y
los cardenales toda la verdad del caso. El no haberlo logrado fue toda su
tragedia, y también la grave culpa del papa que lentamente, paso a paso, dejó
que se le escapara de las manos la defensa de la orden.
Italia y los
estados de la Iglesia
Para justificar la permanencia de Clemente V y de sus
sucesores en Aviñón, se ha pintado con los más negros colores la situación
política de Italia y de los estados de la Iglesia. Pero no era peor que en los
decenios que siguieron a la caída de los Hohenstaufen.
El Sur estaba bien agarrado por mano de los Anjou,
fuera de Sicilia, donde, bajo don Fadrique de Aragón, se desenvolvía una nueva
forma de dominación. Pero mucho más allá de las fronteras de los estados de la
Iglesia, la influencia de los Anjou bajo Roberto de
Nápoles se extendió por el centro y norte de Italia. A par de Florencia, Milán
sobre todo era un centro de poder de gran fuerza de atracción, con un incesante
e inextricable cambio de situaciones y relaciones. Lo mismo cabe decir sobre
todo de la vida interna de muchas ciudades, del rápido cambio de sus gobiernos
y del difícil problema de ahí resultante de los exiliados. Los influjos
exteriores más fuertes venían de Francia, pero ya se dibujaba también la toma
de posesión de Córcega y Cerdeña, en cumplimiento de la infeudación que ya en 1297 hiciera de las islas Bonifacio VIII a Jaime n de Aragón.
Naturalmente, para el nuevo papa la situación de los estados de la Iglesia era
de singular importancia. Estado propiamente dicho no lo eran ya desde hacía
tiempo, sino un conglomerado de muchos señoríos. Mucha diferencia había entre
el Patrimonio de barones feudales y Roma, la Marca de Ancona y la Romagna con sus nuevas señorías. Bonifacio VIII tuvo en
cuenta esta situación en una serie de excelentes reformas, que fueron, sin
embargo, revocadas bajo los breves gobiernos de sus sucesores. Ello condujo a
sublevaciones de años, con cuya sofocación hubo de habérselas Clemente V. La
pacificación de los estados del Norte fue una de sus principales tareas, a la
que se consagró con energía y algún éxito. Decir que primero se inclinó a los
gibelinos para apoyarse luego casi exclusivamente en los güelfos, es teoría que
simplifica demasiado los acontecimientos históricos. Gran perjuicio para una
ordenada administración fue el desenfrenado nepotismo en la provisión de los
importantes y pingües rectorados de las provincias. En la lucha contra Venecia
y Ferrara, que desde tiempo atrás estaba regida por la dinastía de Este y que
el papa no desperdiciaba ocasión de reclamar, en virtud de la donación
constantiniana, para los estados de la Iglesia, Clemente V se mostró de una
dureza francamente inhumana. Logró también anexionarse la ciudad y territorio
de Ferrara y humillar a la soberbia Venecia; pero el éxito fue de corta
duración.
Clemente V y
el imperio
Después que el nuevo papa hubo invitado al rey alemán
a emprender la cruzada, se trasladó a Lyon una embajada de Alberto I con las
siguientes peticiones: la coronación, que no se emplearan fuera de Alemania
(es decir, en Francia) el dinero de diezmos colectados en el imperio, exclusión
de personas no gratas al rey en la provisión de obispados alemanes. Lo mismo
que Bonifacio VIII, Clemente V hubo de ver en el imperio y en el rey alemán un
apoyo contra el influjo prepotente de Francia. Lo cual sólo era posible
mientras Francia misma no se hiciera con el imperio, como les rondaba la cabeza
a Felipe iv y a sus consejeros. La cuestión se agudizó cuando, el año 1308,
Alberto I cayó asesinado.
Ahora aumentó la presión sobre el papa, especialmente
en las conversaciones de Poitiers en el verano de 1308, y sólo por ardid
parece haber podido eludir el papa la recomendación directa de
Carlos de Valois. El nuevo rey Enrique VII de
Luxemburgo, hermano que era de Balduino, arzobispo de Tréveris, procedía igualmente
de zona de influencia francesa; sin embargo, dentro de todo el miramiento a
Francia, defendió dignamente los intereses del imperio. Logró recibir la
aprobación del imperio a la Iglesia romana al estilo de la sumisión habsbúrgica; el papa mismo quería hacer la coronación, por
ejemplo, el año 1312, después de arreglar los asuntos más importantes de la
Iglesia, como el concilio de Vienne. Sin embargo, la marcha a Roma fue decidida
en el verano de 1309 y se emprendió en el otoño del año siguiente. Recibido por
de pronto gozosamente en Italia, el rey alemán hubo de chocar muy pronto con
los intereses de Anjou y, por ende, con los de
Francia. Ello podía conducir a curso difícil de las cosas, sobre todo si el
nuevo César reclamara los derechos tradicionales del imperio en Italia. Cuando
finalmente entró el rey en Roma, parte de la ciudad con san Pedro estaba
ocupada por las tropas de Roberto de Nápoles. La coronación, hecha por tres
cardenales, tuvo lugar en Letrán el 29 de junio. Entretanto, también en este
terreno había sucumbido el papa a la influencia francesa. Cuando el emperador,
después de su coronación, procedió contra Roberto de Nápoles y le incoó
proceso, el papa se puso abiertamente del lado de los güelfos. Ahora se entabló
de nuevo una gran controversia teórica acerca del poder del César y hasta sobre
el cesarismo mismo, que llegó al público por los dictámenes y memoriales de
ambas partes. Por la profundidad de sus razonamientos, el primer
puesto en esta liza le conviene indiscutiblemente a Dante. Después de saludar
con entusiasmo al emperador en su venida al «jardín del imperio», trató en los
tres libros de la Monarquía, que probablemente se compusieron por este tiempo,
la necesidad teológicamente fundada del imperio, la legitimidad de los títulos
de Roma al mismo, y demuestra luego que el imperio depende directamente de
Dios sin la mediación del papa. El fin de su gran tratado era demostrar la
independencia del emperador en el orden político. En el otro bando, en los
dictámenes napolitanos, se ataca y niega como institución el imperio alemán y
hasta se lo presenta con abundante material histórico como fuente de muchos
males. Tras la temprana muerte del emperador en Buonconvento cerca de Siena, el 24 de agosto de 1313, tomó Clemente cartas en el asunto por
la célebre bula: Pastoralis cura, compuesta entre el
otoño de 1313 y la primavera de 1314, seguramente con colaboración de Roberto
de Nápoles. Clemente prosiguió la teocracia de Bonifacio VIII, declarando nula
la sentencia imperial contra Roberto y reclamando para sí, durante la vacante
del imperio, el nombramiento de vicarios imperiales. Significativa es en esta
decretal la limitación espacial del imperio, que implica la negación de su
universalidad. Y fue así que luego, en 1314 nombró a Roberto vicario imperial
en toda Italia. Al morir Clemente V, a 20 de abril de 1314, camino de su
dilecta Gascuña, en Roquemaure cerca de Carpentras, deja el infortunado papa una
Roma abandonada, el gobierno de la Iglesia en indigna dependencia de Francia,
un colegio cardenalicio compuesto principalmente de franceses y una curia
exhausta y saqueada por el nepotismo provincial. ¡Mala herencia para el
sucesor!
Juan XXII
(1316-34)
La difícil situación de los cardenales en Carpentras aparece por la agrupación del colegio en 10-11
gascones, otros 6 franceses o provenzales y 7 italianos. Por las creaciones de
Clemente V, no sólo resultó un excesivo crecimiento de la influencia francesa,
sino también el fuerte grupo de parientes y paisanos del difunto papa en una
medida como nunca se conociera. Apenas se había iniciado el asunto de la
elección, los partidarios de Clemente V hicieron saltar el cónclave maltratando
a los curiales y amenazando a los cardenales italianos. Sólo a duras penas
pudieron escapar los italianos y abandonar la ciudad. Hasta dos años más tarde
no se logró que se reunieran de nuevo los cardenales, ahora en Lyon, donde el
conde de Poitiers, hermano del rey de Francia, contra sus promesas juradas de
garantizar la libertad de movimiento, los encerró en el convento de dominicos y
les entregó los nombres de cuatro candidatos. Después de tentativas de semanas
para llegar a un acuerdo, fue otra vez Napoleón Orsini quien llevó a tres de sus compatriotas al grupo de los gascones y decidió así
la elección. El 7 de agosto de 1316 recayó la elección sobre el cardenal obispo
de Ostia, Jacques Duése oriundo de Cahors, de 72 años de edad y, al parecer, hombre enfermizo.
De papa, permaneció fiel de por vida a su patria chica, como lo prueba la
omnímoda preferencia de los cahorsinos. Desde el año
1300 era obispo de Fréjus, por los de 1308-10 fue
canciller del rey Carlos de Nápoles, en 1310 fue nombrado obispo de Aviñón y en
1312 creado cardenal. De máxima experiencia en la política y administración,
halló un caos en la curia papal, consecuencia del débil, por no decir desordenado
gobierno de su antecesor y de la vacante por dos años de la sede papal. Su
miedo a ser asesinado permite concluir una fuerte oposición a su elección. Su
coronación tuvo lugar en Lyon, el 8 de septiembre, con más solemnidad que la
hasta entonces acostumbrada y con asistencia del rey francés. En octubre
marchó el nuevo papa a Aviñón, se hospedó por de pronto en el convento de
dominicos y luego en el palacio episcopal, después de elevar a cardenal al
obispo y nombrar un administrador para el obispado.
Buenos conocedores de este tiempo lo han calificado
con toda razón como la época de más pronunciado politicismo papal y han añadido
que les quedó a los papas poco tiempo para lo puramente espiritual. Con la
elección de Juan XXII estaba echada la suerte en este sentido: la política
predominaría sobre todo otro punto de vista. Hasta en el punto, como se verá
luego, de si había de tenerse seriamente en cuenta el retorno a Roma, o se
quería y debía proseguir lo provisorio que había dejado Clemente V. Si éste era
en gran parte un hombre que se dejaba empujar, con Juan entró en el gobierno
una naturaleza de temple muy distinto, que, durante su largo pontificado,
determinó con éxito el curso de los acontecimientos de su tiempo. El nuevo papa
no excluyó seguramente de antemano el retorno de la curia a Roma o a Italia;
reiteradamente manifestó el deseo de marchar a Roma ya antes de acabar el año
en que fue elegido. Pero, prisionero de las ideas de una Italia
güelfo-francesa, creyó que sólo era posible la vuelta una vez alcanzado ese
fin. Pero, cuanto más se aplazaba, mayores eran las dificultades psicológicas
para un traslado de la sede papal. La situación de Italia sólo hubiera podido
dominarla un papa que mandara en los estados de la Iglesia, como se vería más
adelante. Centro de este pontificado sigue siendo la relación con Francia y sus
reyes, y con la línea de Anjou que dominaba en el sur
y centro de Italia. Los esfuerzos por arreglar la larga guerra de Flandes y
lucha con Inglaterra, la mediana inteligencia con el rey de Aragón que se
apoderaba de Cerdeña, están inspirados por el deseo de una Francia fortalecida,
de la que el papa necesitaba para la consecución de los fines que le bullían
en la cabeza. A este mismo fin obedecen las muchas injerencias, no siempre
deseadas, en las cuestiones dinásticas francesas, en asuntos de administración
y en la generosa concesión de diezmos y subsidios eclesiásticos con problemática
compensación. La meta es clara: prosecución de la política curial iniciada
desde la segunda mitad del siglo XIII de favorecer la posición de prepotencia
de la Francia anjevina en toda Italia y desplazar
consiguientemente al imperio y a Fadrique de Sicilia. Si se quiere usar de los
nombres que aún entonces servían para designar los grupos políticos: güelfos y
gibelinos, Juan XII era cabeza
del güelfismo, más y con más éxito que Roberto de
Nápoles, cuyo proceder no siempre halló el aplauso del papa.
En el imperio, la situación no era desfavorable al
nuevo papa. Tras la temprana muerte de Enrique VII en Buonconvento,
hubo en 1314 doble elección: Luis de Baviera y Federico el Hermoso. Ambos se
dirigieron al papa, ambos eran para él electos, y Juan reclamó la decisión para
sí. Las primeras medidas en Italia fueron aún fundadas en el deber de la
universal mediación de paz, pero pronto volvió el papa en una constitución a la
pretensión de su antecesor sobre el vicariato del imperio, y prohibió toda
actuación a los vicarios nombrados aún por Enrique VII. A Roberto de Nápoles lo
nombró senador de Roma y vicario imperial de toda Italia. El papa no se quedó
en disposiciones teóricas, sino que comenzó ahora un duro procedimiento contra
todos los que no estuvieran conformes con la política papal, según las formas
del proceso canónico inquisitorial con muchas agravaciones, hasta la
declaración de herejes respecto de personas y pena de entredicho sobre ciudades
y territorios. El cardenal Bertrand du Poujet, pariente
del papa, fue nombrado en 1319 legado para la Lombardía e inició su actividad
el verano del año siguiente. Incumbióle, hasta su
desgraciada retirada el año 1334, la tarea de derribar a los tiranos, como eran
designados en el vocabulario del papa todos los no güelfos. Las luchas que
ahora estallaron se prolongaron durante años sin decisión, con rápidos cambios
de los grupos políticos. Acontecimientos importantes son la intervención de
las tropas francesas en el norte de Italia; también navíos que iban armados
para la cruzada, tomaron parte en los combates. Aunque al gobierno francés le
parecía posible y deseable un cambio de actitud de los Visconti por vía
política, el papa exigió inexorablemente que se derribara violentamente su
dominación en Milán y la Lombardía. Fue tan lejos que otorgó la indulgencia de
la cruzada contra heréticos et rebelles partium Italiae; de todos los obispos se exigió su predicación
y la creación de una caja especial de dinero para este fin. Evidentemente, para
esta medida no fueron consultados los cardenales y no todos estaban de acuerdo
con ellas. Hasta qué punto tomaba Juan XXII en serio la verdadera idea de cruzada, es difícil decirlo. No puede evitarse la
impresión de que la aprovechó en gran parte como pretexto para fortalecer las
finanzas papales y el predominio francés. En efecto, pareja empresa sólo podía
estar bajo la dirección del rey de Francia y Felipe VI tenía evidentemente
buena voluntad.
Extraño era ciertamente encontrar al rey electo de Alemania
Federico de Habsburgo, del lado de los güelfos en Italia. Su hermano Enrique
apareció en 1322 con un ejército delante de Brescia, para apoyar a la ciudad
güelfa gravemente amenazada, pero retiróse luego con
gran disgusto del papa, movido probablemente por la política de los Visconti,
que abrió los ojos a Federico sobre las consecuencias de su acción para el
imperio. Más grave y decisiva para los acontecimientos de Italia hasta el fin
del pontificado fue la intervención de Luis de Baviera, después de la batalla
de Mühldorf en 1322, que le daría el dominio señero.
El papa, sin embargo, no modificó su anterior reserva, aparentemente neutral;
para él, Luis seguía siendo sólo electo. El hecho de que el rey victorioso
ahora en todo el ámbito alemán reclamara los tradicionales derechos reales —
entre los que entraba en grados diversos Italia — condujo una vez más a reñida
lucha entre el sacerdocio y el imperio. Sólo que el sacerdocio no estaba ya en
Roma, sino en cercanía inmediata y en dependencia de Francia. Como los
gibelinos solicitaran su ayuda, mandó Luis en la primavera de 1323 un destacamento
a Italia, que comenzó por atraerse a algunos caudillos gibelinos vacilantes y
contribuyó decisivamente al levantamiento del sitio de Milán por el ejército del
legado. Con ello se desvanecieron las esperanzas del papa de una victoria
inmediata sobre los Visconti. Así se comprende su furiosa irritación y su
proceder contra Luis de Baviera desde el otoño de 1323, no obstante la violenta
resistencia de algunos cardenales. Por el padrón italiano, el rey alemán fue
también ahora amonestado, luego citado y enredado en un proceso canónico, con
el fin de excluirlo de la realeza y proponer otra candidatura al trono,
naturalmente francesa.
Sólo tras larga vacilación se decidió Luis al
contraataque, apelando contra los reproches y sentencias del papa, primero en Nuremberg en diciembre de 1323 y, después de su excomunión
en marzo de 1324, en la capilla de los caballeros alemanes de Sachsenhausen cerca de Francfort,
en mayo. Luis protestaba primero contra la acusación de llevar sin derecho el
título de rey y de ejercer los derechos reales, luego de la otra de apoyar a
herejes y terminaba pidiendo la convocación de un Concilio general. La apelación
o manifiesto de Sachsenhausen estaba más bien
destinada al efecto público contra los procesos papales difundidos con hábil
propaganda; en el manifiesto se le echaba en cara al papa el parcial empleo de
las penas de la Iglesia para impugnar a sus adversarios políticos; pero, sobre
todo, afirmaba una patente herejía en la conducta de Juan XXII respecto del
ideal de pobreza de los espirituales. Son las conocidas acusaciones de herejía
desde Felipe el Hermoso, por las que el mismo papa podía ser juzgado en un
Concilio por la Iglesia universal. Según estudios recientes, las dos
apelaciones o manifiestos muestran por su fondo y formulaciones fuertes
resonancias de ideas gibelinas; pero no puede aún juzgarse exactamente en qué
medida intervinieron auxiliares minoritas.
El conflicto se agudizó cuando Luis, llamado por los
gibelinos, comenzó, desde 1327, a intervenir en Italia. Su expedición a Roma se
distinguió en muchos aspectos de las anteriores expediciones de reyes y
emperadores alemanes. Cierto que marchó a Roma, pero no halló allí dignatarios
eclesiásticos para su coronación. Volviendo a la idea imperial de la
antigüedad, el viejo Sciarra Colonna le impuso la
corona en el Laterano. Más grave y ciertamente un
error político fue el alzamiento de un antipapa en la persona del minorita
Pedro Corbara con el nombre de Nicolás V. Hombre
personalmente sin importancia y mero instrumento de una política torpe,
desapareció pronto después de la partida de Italia del emperador e hizo en
Aviñón las paces con Juan XXII que lo trató benignamente.
En cambio, los cabecillas de los minoritas fugados de
la ciudad de Aviñón y acogidos a Luis en Pisa, le prestaron una gran ayuda en
sus disquisiciones espirituales con la curia. La reacción del papa no se limitó
a la repetición y encarecimiento de los procesos. Como ya años antes, ahora se
empeñó otra vez en descartar al rey; pero la nueva elección por él pretendida y
por algunos príncipes decidida, no llegó a ejecutarse. Por un plan ficticio de
abdicación, logró Luis conjurar las dificultades en Alemania y también en
Italia, por más que los Visconti, tras la marcha del emperador, se aproximaron
al papa. Pero nuevas complicaciones surgieron en los últimos años de Juan XXII. En la Lombardía apareció, el año
1331, el joven rey, Juan de Bohemia, hijo del emperador, Enrique VII;
fingiendo contar con la avenencia del emperador y del papa, quería
evidentemente erigir una soberanía propia. Pero el papa mismo consideró el plan
del rey de Francia de recibir de la sede apostólica en feudo la Lombardía, a
fin de alejar así para siempre de Italia a los reyes alemanes. Y Juan mismo
pensó, el último año de su vida, en marchar a Bolonia, no en connivencia,
ciertamente, con Francia. Todos estos planes se desbarataron cuando el año 1333
güelfos y gibelinos se coaligaron contra la dominación extranjera, y obligaron
al rey de Bohemia a retirarse y a los legados a huir de Italia. Las enormes
sumas que Juan XXII sacó de las
arcas de la Iglesia para sacrificarlas a sus ideas italianas, fueron gastadas
en balde.
Por su ruda postura en la disputa sobre la pobreza, se
creó el papa enemigos exasperados e irreconciliables no sólo entre los
espirituales, sino también en amplios sectores de clérigos y laicos, sobre todo
el rey Roberto de Nápoles y su esposa Sancha. Graves desavenencias lastraron
una relación hasta entonces muy estrecha, sobre todo cuando también anduvieron
divergentes las ideas sobre la dominación en la alta Italia. A todo eso se
añadieron las diferencias con una parte del colegio cardenalicio, que, bajo la
égida de Napoleón Orsini pedía seriamente la
convocación de un concilio para juzgar al papa, y se había puesto en contacto
con el emperador Luis de Baviera y los obispos alemanes. En el orden puramente
dogmático, el papa suscitó escándalo hacia el fin de su pontificado, pues en la
cuestión de la visión beatífica defendió una sentencia muy independiente,
aunque no extraña a las ideas del primitivo cristianismo, a saber, que las
almas de los justos no gozan de la plena visión de Dios inmediatamente después
de salidas del cuerpo, sino después del juicio universal. La controversia que
sobre ello se suscitó, interesó a amplios sectores y la máxima parte de los
teólogos se puso contra el papa. Estos problemas fueron tratados en muchas
sesiones y prolongadas discusiones, y sobre ellos se emitieron una serie de
dictámenes. En París, el gobierno adoptó claramente postura contra el papa y le
amenazó con un proceso por herejía. La víspera de su muerte hubo de abandonar
su sentencia particular.
Se sabe ya de antiguo que el papa predicaba a menudo y
de buen talante delante de los cardenales, obispos y prelados curiales, y que
aprovechaba la coyuntura para dar a conocer sus sentencias e intenciones y
hacerlas propagar por medio de copias. Recientemente se ha demostrado que
estudiaba puntualmente colecciones de sermones y los anotaba para el uso
práctico; también conocemos más de 30 sermones suyos, parte, literalmente,
parte, reproducidos sumariamente. Por lo general son sermones sobre la Virgen,
con clara punta contra la conceptio immaculata, y puntos de vista sobre política, como no
podía esperarse otra cosa del más grande político de Aviñón. Muchos códices aún
hoy día conservados, de su biblioteca particular o de la papal nos lo muestran
como lector atento, por ejemplo, en las acotaciones al margen de los informes
solicitados; tales acotaciones delatan un conocimiento a fondo de la teología
de Tomás de Aquino, como preparación para su canonización. En general, el papa
era amigo de colecciones de materiales y poseía muchas de esas tabulas.
Seguramente las más importantes cuestiones eran para él las jurídicas, y
también de éstas nos ha llegado una serie escrita de su puño y letra. En general,
sólo tenemos como autógrafos de los papas las notas de aprobación sobre las
raras súplicas originales del siglo XIV; la letra, empero, difícilmente
legible de Juan XXII se nos ha conservado en numerosos lugares; así, en
borradores o minutas de escritos políticos de gran importancia. Ellos nos
permiten ver trabajando al papa y las repetidas tentativas de su temblorosa
mano de viejo para hallar nuevas formulaciones; hasta en la redacción en
escritura cifrada de importantes documentos (cedulae) tomaba personalmente
parte.
Si algún papa merece el calificativo de político, ese
es Juan XXII. En los años en que
forman y cobran consistencia las ideas propias, estuvo en la corte anjevina de Nápoles. ¿Habrá que reprocharle que jamás
abandonara la doctrina güelfa allí reinante? Cierto que como papa debiera haber
obrado de otro modo; pero la cuestión es si pudo. Así, creó el estilo de la
política aviñonesa aun para sus sucesores, con lo que hizo daño inmenso. Para
la consecución de sus fines, se valió sin contemplaciones de todos los medios
que, como papa, tenía aún a su disposición. Si sus antecesores Inocencio IV y
Bonifacio VIII siguieron el camino de crear por su cuenta y riesgo un nuevo
derecho, Juan XXII prosiguió
tenazmente el mismo camino y vino a ser con sus decretales el prototipo del
papa de la política a todo evento. La dispensa matrimonial la explotó Juan XXII con la mayor parcialidad para sus
fines políticos y sólo pidió el consejo de los cardenales para cubrirse las
espaldas en caso de negativa. La imposición de penas canónicas por motivos
puramente políticos y la concesión o negación arbitraria de dispensas fueron
ribeteadas por la necessitas et utilitas ecclesiae o por la utilitad pública en una petulante equiparación
de su política con la Iglesia y de la jerarquía con la religión. Su hacer y
deshacer con los beneficios y en las finanzas de la Iglesia para lograr la
plena estructuración de la primacía de lo administrativo, se verá en otro
lugar. Su pontificado es la cúspide del sistema hierocrático,
y quien en éste vea algo positivo, puede admirar en Juan XXII uno de los papas más importantes.
Benedicto
XII (1334-42)
El cónclave que, tras el plazo de ley después de la
muerte de Juan XXII, se reunió en el palacio episcopal de Aviñón, se enfrentaba
con grandes decisiones no sólo personales, sino también objetivas. La vuelta a
Roma o la permanencia provisional en Aviñón dependía de esas decisiones. Que el
cardenal de Comminges se negara a prometer no volver
a Roma y por ello no fuera elegido, podrá ser exageración, pero la noticia
ilustra muy al vivo la situación. La elección, rápidamente lograda, el 20 de
diciembre de 1334, del «cardenal blanco», hubo de producir sorpresa. Acaso,
tras la desazón causada por un teólogo dilettante, se quiso tener a un teólogo especializado, y tal
era Jacques Fournier, que fue Benedicto XII. En temprana edad entró en la orden
cisterciense, en que era abad su tío, en 1311 le sucedió en Fontfroide,
en 1317 fue nombrado obispo de Pamiers, en 1326 de Mirepoix y en 1327 cardenal. En París hizo estudios
fundamentales y obtuvo el grado de maestro en teología. Su interés especial
durante su actividad episcopal y luego como cardenal fue la impugnación de los
herejes. Lo que hasta ahora se sabía de sus opiniones en el proceso contra la
Postilla al Apocalipsis de Pedro Juan Olivi, contra
Guillermo de Ockham y el maestro Eckhart,
ha sido ampliado por nuevos descubrimientos. En la controversia sobre la
visión beatífica tomó pronto posición. Juan XXII le encargó el estudio de la cuestión, y su resultado está en una extensa obra,
no impresa todavía. En el proceso contra el dominico Tomás Waleys,
él ocupó la presidencia. Esta familiaridad a fondo con los problemas le
facilitó luego como papa la liquidación y terminación provisional de la
discusión en sentido tradicional.
Difícil de juzgar es su posición respecto del retorno
de la curia a Roma; sobre todo, si hablaba realmente en serio cuando prometía a
los delegados del pueblo romano su pronta ida, siendo así que ya en los
primeros meses de su pontificado se puso a construir el gran palacio. Con ello
se tomaba prácticamente una resolución importante, y no había ya que pensar en
una marcha a Italia. De los esfuerzos por poner orden en los estados de la
Iglesia tenemos bastantes noticias. Bertrand, arzobispo de Embrun,
enviado por Juan XXII a la Italia
central, siguió actuando bajo Benedicto hasta 1337. A Bertrand siguió, como reformator generalis,
Juan de Amelio, conocido sobre todo por el traslado
del archivo papal a Aviñón. En Roma, reiterados edictos de paz trataron de
componer o frenar las disensiones entre los Colonna y Orsini por los puentes del Tíber y los torreones de la ciudad. Era un sofisma decir
que, por los disturbios de Italia y Roma, no podía volver el papa; los
disturbios duraban precisamente porque la curia no los combatía sobre el
terreno.
Benedicto seguiría también el camino que trazara Juan XXII en cuanto a la dependencia de
Francia. En ello no ponía ni quitaba su gran reserva en la concesión de
diezmos para la cruzada y su devolución caso de incumplimiento de la promesa.
Tras largas negociaciones sobre esta cuestión y una visita a Aviñón del rey
francés Felipe VI, cedió el papa. Para las necesidades políticas del reino se
gravó una y otra vez a la Iglesia francesa, lo cual, al comienzo de la guerra
contra Inglaterra, atrajo reiteradamente a la curia la nota de parcialidad.
También las agencias de información de Aviñón estaban a disposición del rey
francés. Como mediación de paz, el papa envió a Inglaterra dos cardenales que
sólo obtuvieron éxitos pasajeros. A la población, fuertemente probada por la
devastadora guerra de 1339-40, dedicó el papa cuantiosa ayuda financiera.
Durante todo su pontificado no logró el papa Benedicto XII liberarse de los fuertes
vínculos que lo ataban a la política del rey de Francia.
Pacíficas manifestaciones al comienzo de su gobierno
hicieron esperar un arreglo en el pleito con el imperio. Lo cierto es que ya en
la primavera de 1335 se puso el emperador en contacto con la curia, a fin de
explorar las condiciones de una solución pacífica del asunto que pesaba cada
vez más sobre la opinión pública. Sobre estas negociaciones estamos bastante
puntualmente informados por haberse conservado una parte de las minuciosas
formulaciones en el marco del proceso canónico, las llamadas procuradurías. A
pesar de la gran transigencia de los enviados imperiales, no se llegó a un
acuerdo, pues no convenía a la línea política de Felipe VI, que fue tenido al
corriente por el papa hasta los últimos pormenores sobre las complicadas
negociaciones. En conjunto, Benedicto fue más esclavo que su predecesor de la
política francesa. Hubo, pues, de venir nueva rotura, una vez que quedaron sin
efecto los discursos de los embajadores que en el consistorio condenaron con
toda aspereza la política de Juan XXII. Mas el
ambiente en tierras alemanas era ahora distinto que bajo su predecesor. Muchos
estamentos del imperio, príncipes electores, la nobleza y alto clero, sobre
todo las ciudades, repudiaron esta política de la curia. El paso a su bando de
Enrique de Virneburgo, arzobispo de Maguncia,
provisto por el mismo papa, fue de gran provecho a la causa del emperador. Un
sínodo provincial de Maguncia congregó en Espira a fines de marzo de 1338 en
torno al emperador a muchos obispos y abogó como mediador ante la curia en
favor del emperador. La respuesta fue que el papa no quería echar sus
cardenales a osos y leones. Importantes manifiestos se siguieron rápidamente
unos a otros en este año. En mayo, la primera dieta de Francfort con la publicación del famoso manifiesto: Fidem catholicam, que se compuso con fuerte colaboración
de los teólogos cortesanos minoritas. En él se proclama con solemne estilo que
el poder imperial viene inmediatamente de Dios y no del papa, de suerte que el
electo puede disponer del imperio sin necesidad de coronación. Según eso, el
proceso de Juan XXII fue ilegítimo y no merece obediencia. También el imperio
tomó posición en las manifestaciones de los príncipes electores en la dieta de Rhens, en que, después de unirse para la defensa de
sus derechos tradicionales (Kurverein), fue
publicada la instrucción (o fallo del jurado): el elegido por los príncipes o
la mayoría de ellos para rey romano, no necesita para administrar los bienes y
derechos del imperio o para tomar el título de rey, de nombramiento, aprobación,
confirmación asentimiento o autoridad de la sede apostólica. Una segunda dieta
de este año, por el mes de agosto, en Francfort,
trajo la ley imperial Licet iuris, que, ampliando los decretos de Rhens, atribuye también la dignidad imperial al
legítimamente elegido, sin que necesite de la aprobación o confirmación por
parte del papa. En la preparación de este gran manifiesto tuvieron parte, por
numerosos dictámenes y deliberación ordinaria, los franciscanos de la
«Academia de Munich». Inmediatamente después, siguió
en septiembre la dieta de Coblenza, en que se concluyó la alianza con Eduardo III
de Inglaterra, vanamente impugnada por la curia. Cinco leyes imperiales
ordenaron la ejecución de los grandes decretos de este año. Ante esta
evolución inesperada en el imperio, trató el papa, en interés de Francia, de
reanudar las interrumpidas negociaciones y darles largas, y sobre todo de
apartar al rey inglés de la alianza alemana. El ambiente anticurial iba en aumento en Alemania. La publicación de los procesos y la observancia de
las censuras impuestas no le pasaba ya apenas a nadie por la cabeza. Al
comienzo de 1339, también en una dieta de Francfort,
fueron los príncipes electores más allá de las formulaciones de Rhens en un nuevo fallo y reconocieron sin atenuaciones la
dignidad imperial de Luis de Baviera. Hasta Balduino, arzobispo de Tréveris,
conocido por su ambigua política, estaba dispuesto a ello, y de su cancillería
se han conservado consideraciones sobre la guerra del imperio contra Francia y
sus efectos sobre Aviñón. El pronto abandono por parte de Luis de la alianza
inglesa y su aproximación a Francia no cambiaron en nada la situación. Tampoco
el poco afortunado trato matrimonial sobre el Tirol con Margarita Maultasch trajo conmoción mayor de su posición. La
confusión de la situación eclesiástica fue más bien en aumento. A diferencia de
la hábil táctica de Juan XXII, Benedicto no concedió apenas un levantamiento del entredicho. Así que, en
medida mayor que antes, la gente procedió a arreglárselas por sí misma, con
harto quebranto de la autoridad de la Iglesia. La situación de la Iglesia está
descrita en las crónicas del tiempo, por ejemplo, de Juan de Winterthur, Matías de Neuenburg y
del canónigo de Constanza Enrique de Diesenhofen. Y
el dominico Juan de Dambach, en su memorial a Carlos IV,
traza un cuadro verdaderamente estremecedor a fin de mover al rey a que negocie
con Roma y obtenga una absolución general de todos los territorios afectados
con censuras, y no sólo de Alemania, y se dé una aclaración inequívoca sobre quién
haya de ser tenido como vitando.
Se suele poner de buen grado a Benedicto XII entre los
papas reformadores, no por razón de las corrientes manifestaciones programáticas
al comienzo de su pontificado, sino porque, de hecho, desplegó actividad
general reformatoria. Pocos días después de su coronación, separó de sus
respectivos beneficios a todos los clérigos que no pudieron justificar
suficientemente su estancia en la curia papal.
En la administración de ésta, recogió y amplió los
principios de su predecesor, pero se distingue por el riguroso manejo de sus
plenos poderes para desterrar los muchos abusos que se habían infiltrado.
Abolió el desastroso y aborrecido procedimiento de las expectativas, lo mismo
que las encomiendas del alto clero, excepto los cardenales. El examen
introducido por él de la idoneidad de los solicitantes de una prebenda, estaba
seguramente inspirado por la mejor intención, pero no tuvo en la práctica el
efecto apetecido. En contraste con la libertad de su antecesor, era parco en la
concesión de dispensas. El papa, que todavía de cardenal llevara el hábito
cisterciense, tenía atravesados en el corazón a los religiosos, a quienes
dedicó sus más importantes y radicales reformas, no a gusto por cierto de los
interesados. Comenzó por su propia orden por la bula Fulgens sicut stella.
Ya Juan XXII había querido entender en el asunto de los cistercienses. La bula
para la reforma de los benedictinos Summi magistri, por mucho tiempo discutida en su importancia,
es recientemente juzgada más moderadamente. Los dominicos lograron eludir
hábilmente la reforma papal. En cambio, la bula Redemptor noster, de
tono autoritario, dedicada a los hijos de san Francisco, produjo en la orden
gran consternación, sobre todo por la forma hasta entonces insólita de tomar un
papa cartas en el asunto, sin gran consideración a la tradición de la orden,
sin hacerse suficientemente cargo de las dificultades internas y de la
situación, agravada aún por el rudo proceder de Juan XXII contra los
espirituales. Preparada por una comisión de especialistas — teólogos expertos
además de cardenales y obispos— fue sentida por muchos contemporáneos como
demasiado monástica por su reglamentación que bajaba a la minucia, y fue
revocada en parte por Clemente VI. Sin embargo, no es cierta la opinión muy
difundida de que, a la muerte de su autor, el capítulo general de Marsella
(1343) rechazara la bula de reforma. Muchas de sus disposiciones, cambiado su
tenor textual, se han mantenido objetivamente en los estatutos de la orden, o
fueron de importancia para otras familias religiosas, como las prescripciones
sobre el fomento de los estudios y la formación central de los novicios58.
El juicio sobre la personalidad de Benedicto XII no es unánime. Nadie discute que
estuviera animado de las mejores intenciones. También su conducta parece haber
sido sencilla, y las palabras que se le atribuyen sólo constan en una de las
ocho vidas; pero también la Vita séptima se expresa en el mismo sentido. Tal
vez estos reproches proceden de ambientes minoríticos que le eran hostiles. Con dureza extraordinaria juzga Petrarca al papa en su
primera carta sine nomine en que lo califica de piloto de la nave de la Iglesia
completamente incapaz, dominado por el sueño y el vino. Ello se refiere sobre
todo a su permanencia en Aviñón, a la construcción del palacio, de tan graves
consecuencias, la dependencia del gobierno francés y la política poco flexible
y hasta frecuentemente imprudente. En teología pasaba con razón por erudito,
aunque también de dureza inquisitorial. Cuando Ockham lo calificaba de señor de la fe, aun contra la autoridad de la Sagrada
Escritura, puede tratarse de exageración. Siguió impertérrito adelante la
estructuración del poder papal en la administración de la Iglesia: un autócrata
espiritual, pero un riguroso mantenedor del derecho.
Clemente VI
(1342-52)
Para la elección del sucesor de Benedicto XII mandó
Felipe VI a Aviñón a su hijo, el duque de Normandía. No puede documentarse que
se ejerciera un influjo directo sobre la elección de Pedro Rogerio; pero
ciertamente se hubiera impedido la elección de un candidato no grato a Francia.
La elección del cardenal oriundo del Limousin tuvo
lugar el 7 de mayo de 1342, su coronación el 19. Había entrado tempranamente en
los benedictinos de La Chaise-Dieu. Extensos estudios
en París le procuraron amplia formación. Conocido pronto por sus dotes
oratorias, fue tenido por uno de los más grandes oradores de su tiempo,
siquiera su fama se refiriera más a la forma que al fondo. De su carrera de
estudios y de su actividad literaria se han conservado numerosos testimonios.
Centenares de hojas «escritas de su puño y letra» dan a la imagen de Clemente VI
una muchedumbre de rasgos especiales, como no se han transmitido con tal
inmediatez de ninguna otra personalidad de aquel tiempo. Tras breve desempeño
de la abadía de Fécamp, fue obispo de Arras,
arzobispo de Sens, para gozar luego, como consejero
del rey, de la más pingüe prebenda francesa: Rouen.
Gracias a su habilidad lingüística y diplomática, recibió del gobierno numerosas
misiones, era también portavoz del episcopado en las negociaciones sobre
provisión de beneficios y predicador de la cruzada que de nuevo se proyectaba.
Elevado a cardenal el año 1338, ocupó pronto situación importante en la curia.
En grado mayor aún que los anteriores papas de Aviñón,
fue Clemente VI un papa francés. Aun sin el agravamiento de la pugna
anglo-francesa al comienzo de su pontificado, no podía esperarse de él el
retorno del papado a Roma. Como sus antecesores, se esforzó también él —en
interés principalmente de Francia— por componer el conflicto. No logró evitar
encuentros guerreros; pero, por medio de sus legados, tuvo parte decisiva en la
conclusión del armisticio de Malestroit el año 1343;
las largas negociaciones se llevaron en Aviñón. Por medio de préstamos,
concesión de diezmos y subsidios y entrega de dineros de cruzada, siempre en
muy alta cuantía, se puso del lado de la causa francesa. Las relaciones muy
vivas entre Clemente y el rey Felipe recibieron una nota personal. La mayor
dureza en la pugna por la libertad de la Iglesia, los privilegios y el mayor
éxito estuvieron de parte del gobierno francés.
En este estado de cosas, no había que pensar en una
reconciliación con Luis de Baviera, a no ser que éste renunciara a todos sus
derechos reconocidos por los príncipes electores y el imperio.
Sin embargo, contra lo que antes se admitió
generalmente, las exigencias de Clemente con el emperador no se agravaron
evidentemente de manera considerable. Así resulta también de un discurso del
papa habido en jueves santo del año 1343, que recientemente ha sido publicado.
En cambio, estuvo muy interesado en la deposición del emperador y nueva
elección en Alemania, apenas se supo el plan de una nueva marcha a Roma del
Bávaro. El partido papal luxemburgués logró, en 1346, que una parte del colegio
de príncipes electores eligieran al joven rey de Bohemia (Carlos IV). Su
conducta sumisa con la curia le valió el mote de “rey de los curas”, pero sin
entera razón. Cierto que en las negociaciones sobre la pretensión del papa de
aprobar al electo abandonó la línea anterior e hizo amplias concesiones; pero
luego, con harto astuta diplomacia las fue lenta y constantemente demoliendo.
Esta evolución en Alemania fue posible gracias al curso, desfavorable para
Francia, de la guerra con Inglaterra y los acontecimientos de Italia.
En Italia siguió por de pronto Clemente la vía de las
negociaciones con éxito cambiante. Una vez que Giovanni Visconti, el
guerreador arzobispo y signare de Milán, invadió el Piamonte y amenazó a la
Provenza, pasó también Clemente VI al ataque, aunque en su empeño por la
posesión de Bolonia le ganó la partida el más astuto Visconti. El grito de auxilio
a Carlos IV y la formación de una liga contra Milán aprovecharon tan poco como
el despliegue de procesos y censuras eclesiásticas. En un tratado concluido
tras largos dares y tomares, se sometió el Visconti al papa, pero recibió de él
a Bolonia en feudo por 12 años, y él fue el verdadero vencedor. En el
pontificado de Clemente VI cae la aparición de Cola di Rienzo,
acontecimiento importante no sólo para Roma e Italia, sino también para la
historia espiritual de la edad media. Pocos meses después de la elección del
papa, se presentó en Aviñón una gran embajada romana para ofrecer al papa,
ahora más bien como a persona privada, los más altos cargos de la ciudad y
pedirle rebajara a 50 los 100 años del jubileo. De modo especialmente solemne
fueron aceptados los cargos ofrecidos y en público consistorio del año 1343 se
proclamó la concesión del jubileo para el año 1350. Estaba allí presente el
hombre de quien tanto se ha escrito para descifrar el secreto de su
personalidad: ¿fue sólo psicópata y actor de teatro, o renovador culto, aunque
fantástico, de la pretérita grandeza romana?. De acuerdo primeramente con el
vicario papal, en Pentecostés de 1347, entre ritos extravagantes, tomó Cola di Rienzo la administración de la ciudad, y empezó a desvelar
sus planes: restauración de la soberanía del pueblo romano después de derrocar
a los barones y a la soldadesca extranjera, independencia de papa y emperador,
unificación de todos los habitantes de la Península bajo un soberano de sangre
italiana. A los siete meses de tribunado fue él derrocado, una vez que la curia
se dio cata de lo peligroso de su programa, y en Roma y los estados de la
Iglesia se repitieron pronto los eternos desórdenes. Sin embargo, pudo
celebrarse el jubileo de 1350 sin grandes dificultades, con gran afluencia de
peregrinos y considerables ingresos para la Urbe. La noticia de la compra de
Aviñón y del condado de Venaissin a la reina Juana de
Nápoles por Clemente VI el año de 1348, lo mismo que la grandiosa ampliación
del palacio papal, hizo que en Italia se desvanecieran todas las esperanzas de
que la curia retornara a Roma. En Nápoles, comenzó, a la muerte del rey Roberto
(1343), una evolución muy agitada bajo el largo gobierno de su sobrina Juana Ia. Su primer marido, Andrés de Hungría, no era
grato a la curia, y el legado pontificio recibió orden de coronar sólo a la
reina. Lo que se comprende, pues una futura ocupación del sur de Italia por una
gran potencia extranjera pugnaba con los intereses de los estados de la
Iglesia. Al ser asesinado Andrés, emprendió una expedición de venganza su hermano
Luis de Hungría, lo que obligó a la reina, casada entretanto con Luis de
Tarento, a huir a Aviñón. Su retorno fue posibilitado por una gran liga
italiana, en que tomó también parte el papa.
El papa trató de mediar en la Sicilia aragonesa, a la
que Luis de Tarento atacó reiteradamente. Pero tampoco tuvieron éxito sus
mediaciones entre Aragón y Mallorca, y entre Aragón y Génova. En cambio, no
obstante grandes dificultades, llegó a realizarse el matrimonio del rey de
Castilla con la hija del conde de Borgoña, favorecido por la política francesa
y, consiguientemente, por el papa.
Clemente es el más brillante representante del sistema
aviñonés, si por tal se entiende representación grandiosa, tren de corte de
derroche principesco y favoritismo desenfrenado de parientes y paisanos. Con él
comenzó el período de los tres papas limosines, que imprimió al papado, más aún
que la primera mitad del siglo, un cuño meridional-francés. Bajo Clemente VI,
la curia no se distinguió apenas de una corte secular, pues le placía el
despliegue de su poder de soberano en la magnificencia de la corte, según la
palabra que se le atribuye de que sus antecesores no habían sabido ser papas.
Para hacer honor a su nombre, ningún suplicante había de irse con las manos vacías.
Las consecuencias en la administración y hacienda se tratarán en otro lugar.
La censura de su conducta moral no desaparece por las atenuaciones que recientemente
se han hecho. Al no ser hombre de grandes decisiones y de dura ejecución, trató
de señorear las dificultades por astuta diplomacia en el sentido de la
temporización o de viva el que vence. Su pontificado lleva cuño mundano, y ya
los contemporáneos vieron el castigo del cielo en la «peste negra» que invadió
a toda Europa por los años de 1347-52.
Inocencio VI
(1352-1362)
El conclave que siguió a la muerte de Clemente VI, en
que tomaron parte 25 cardenales, sólo duró dos días. No fue, pues, necesario
aplicar la mitigación de las rigurosas prescripciones del cónclave, ordenado un
año antes por el difunto papa. Que la elección del prior de los cartujos,
hombre ajeno al mundo, fuera impedida por el cardenal Talleyrand de Périgord, hombre mundano, parece poco verosímil.
Más importante es la noticia, que se nos transmite por vez primera, sobre las
capitulaciones electorales, que asegurarían el ascendente influjo del colegio
cardenalicio sobre el gobierno de la Iglesia y fueron juradas, en parte con
reservas, por todos los cardenales. Según ellas, el papa sólo podrá crear
nuevos cardenales cuando su número baje a 16 y nunca podrán ser más de 20; aquí
estará ligado al asentimiento de todos los cardenales o por lo menos de dos
tercios de los mismos, así como para proceder contra cardenales particulares y
para enajenar partes de los estados de la Iglesia. Las rentas concedidas por Nicolás
IV al colegio deben ser garantizadas; para el nombramiento de altos empleados
de la administración deberá pedirse el asentimiento de los cardenales, lo mismo
que para la concesión de diezmos y subsidios a reyes y príncipes o para la
imposición de diezmos en favor de la cámara apostólica. El papa no debe impedir
a los cardenales la libre manifestación de su opinión. Como era de esperar,
medio año después de su elección anuló el nuevo papa, tras consultar con
algunos cardenales y jurisperitos, esta capitulación como incompatible con la plenitudo potestatis.
El electo Étienne Aubert (Esteban Alberti), era oriundo del Limosin, estudió derecho canónico, fue obispo de Noyon y Clermont; el año 1342, su paisano Clemente VI lo
elevó a cardenal, más tarde a cardenal obispo de Ostia y gran penitenciario.
Parangonado con la brillante representación del anterior pontificado, pasó por
«papa rudo», y su salud no era la mejor. Aunque pronto puso también mano en la
reforma de la corte papal, mandó a muchos curiales a sus beneficios, disminuyó
el tren de la corte y quiso ser administrador parco de los bienes de la
Iglesia, su espíritu de reforma ha sido, sin embargo, a veces exagerado por la
contraposición con su antecesor. Sus reformas afectaron también a las órdenes
religiosas, señaladamente a las mendicantes y a los hospitalarios de san Juan.
En su política oriental, no tuvo evidentemente Inocencio VI mano afortunada.
Cierto que trató de sostener a la atosigada Esmirna y
medió incansable entre las dos ciudades marítimas Génova y Venecia; pero en
las prestaciones de dinero apretaba la mano, y la necesaria unión con la
Iglesia oriental sólo era a sus ojos posible por una total sumisión bajo el
papado y la Iglesia de Roma. Si su actitud respecto de la tantas veces proyectada
cruzada, careció de una gran línea, tanto más afortunadas fueron sus empresas
en Italia, a las que consagró todo su interés.
Desde mediados de siglo, la idea de la vuelta a Roma
fue ganando terreno, a lo que contribuyó la situación cada vez peor de los
estados de la Iglesia, no menos que el hecho de que la hasta entonces tan
pacífica residencia de la Provenza se vio amenazada por las bandas de
mercenarios que devastaban el país. A fin de estar a cubierto de sus ataques y
saqueos, el año 1357, se rodeó a la ciudad de un gran circuito de fuertes
murallas y fortificaciones, y se obligó incluso a los clérigos a pagar y
prestar servicios. Por lo general se logró, por medio de acuerdos financieros,
el alejamiento de las bandas o incorporarlas a los ejércitos pontificios de
Italia. Poco después de su elección se decidió el papa a mandar una
personalidad enérgica, cual era, sin género de duda el antiguo arzobispo de
Toledo y actual cardenal de san Clemente, don Gil Álvarez de Albornoz. En
agosto de 1353 dejó éste la curia, provisto de poderes casi ilimitados. Trece
años, casi sin interrupción, pasaría en Italia y, a pesar de la incomprensión
política de los papas y el poco apoyo de la curia, merece ser considerado como
el segundo fundador de los estados de la Iglesia. La reorganización comenzó por
el patrimonio propiamente dicho, y allí hubo de habérselas por de pronto con el
más odiado adversario del poder pontificio, el prefecto de Vico, a quien el
papa calificaba de abominationis ydolum. Poco
después que el cardenal legado se puso también en marcha hacia Italia Cola di Rienzo. Después de abdicar su tribunado de medio año en
diciembre de 1347, estuvo escondido en los estados de la Iglesia y en el reino
de Nápoles, pero particularmente entre los fraticelos de la Majella. En julio de 1350 llegó a la corte de Carlos IV en
Praga. Aquí fue detenido y, el verano de 1352, entregado a la curia, donde,
como prisionero en el palacio papal, fue sometido a proceso. Inocencio VI se
prometía evidentemente mucho de la actuación de Rienzo como senador para pacificar la ciudad Eterna, sobre todo porque a la curia
habían llegado reiterados deseos de Perusa y Roma pidiendo la vuelta del
tribuno. Después de larga vacilación, le dejó también hacer Albornoz; sin
embargo, tras un nuevo tribunado de sólo nueve semanas tuvo un fin ignominioso.
Después del Patrimonio, se ocupó Albornoz del ducado
de Espoleto, y luego se aplicó a las Marcas y a la Romagna, donde sólo tras esfuerzos de años se obtuvieron
resultados. Las intrigas de los Visconti lograron alejar transitoriamente de
Italia al cardenal. Renovado su mandato, ganó de nuevo para los estados de la
Iglesia a la importante Bolonia. Si la corte papal podía ahora ser otra vez
trasladada de Aviñón a Roma, era de agradecer al talento militar y
administrativo del cardenal. Las Constitutiones Aegidianae, publicadas el año 1357 en el parlamento de
Fano, ofrecían una base jurídica segura para la administración, y las muchas
fortalezas erigidas por su mandato daban puntos suficientes de apoyo para
sofocar levantamientos locales. El colegio español fundado por él en Bolonia
(que aún subsiste) atestigua su interés por la ciencia. La ciudad eterna no la
pisó a la postre jamás.
El papa, prematuramente envejecido, enfermizo y
también irresoluto no pudo realizar su deseo a menudo manifestado de marchar
a Roma: murió en Aviñón el 12 de septiembre de 1362.
Urbano V
(1362-1370)
La composición del colegio era evidentemente tan
difícil que no había perspectivas de que triunfase la candidatura de un cardenal.
Con dudosa seguridad se cuenta de la elección de Hugo Rogerio, hermano de
Clemente VI, quien no habría aceptado. También se habla de tentativas de
compromiso para salir del atasco. Guillermo d’Agrefeuille parece haber dirigido la mirada de los electores sobre el abad de San Víctor
de Marsella, que fue en efecto elegido después de un cónclave de cinco días.
Como se hallaba precisamente el legado en Nápoles, hubo de traerlo primeramente
allí, para recibir su asentimiento y hacer público el resultado.
Guillermo Grimoard era
oriundo de las cercanías de Aviñón, pasaba por buen canonista, había sido
profesor en Montpellier y Aviñón y, antes de su elección, por breve tiempo abad
de San Víctor de Marsella. El nuevo papa conservó sus hábitos de monje, y más
aún su género de vida monacal. Sin embargo, no le faltaba la intuición de la
importancia de los estudios, que él fomentó, por la fundación de colegios y
becas, con que obligaba a su persona a un gran número de estudiantes, incluso
para informaciones. Que procediera contra el lujo de la corte papal y mandara a
sus casas a muchos curiales, son cosas que no pueden sorprender. Como monje y
no cardenal, sólo con dificultad pudo establecer una relación de confianza con
el orgulloso colegio de los cardenales, y se hallaba a veces cortado ante los
grandes señores. Así se explican sus a veces rudas manifestaciones y medidas,
por ejemplo, la elevación a cardenal del joven Guillermo de Agrefeuille,
en Marsella, inmediatamente antes de la marcha a Italia; a las representaciones
de algunos miembros del colegio replicó que aún tenía más cardenales en su
capucha. Hombre fuertemente interior y algo extraño al mundo, no siempre
penetraba el juego diplomático, y cayó, extrañamente, bajo el hechizo del
poder político. Ya su predecesor había tenido que entender en el asunto de las
partidas armadas que merodeaban por todas partes. El papa había tomado muy en
serio acabar con esta plaga. Inflamados bandos contra tales hordas resonaron en
todos los países, sin gran resultado. Vano fue su empeño por emplear estos
combatientes, curtidos ciertamente, en la lucha para la cruzada o, en general,
para Oriente, aunque no eran escasos los que no se prometían mucho de
«cruzados».
Al subir Urbano V al trono pontificio, la situación en
Italia no era mala, gracias precisamente a Albornoz, a quien confirmó en su
legación. Como abad de Marsella, y aún antes, conocía hasta cierto punto por
varias misiones la situación de Italia, y tenía de la tiranía de los Visconti
experiencias propias. Así que pronto renovó los procesos contra Bernabé
Visconti, pronunció contra él, en marzo de 1363, todas las condenaciones
imaginables y llamó a la cruzada contra el mismo. Pronto se dio claramente cuenta
de que sólo en Italia podía llevar a la práctica sus grandes planes, como la
eliminación de las partidas armadas, la cruzada y la unión con la Iglesia
griega, y sólo después de pacificarla y unir en un haz todas sus fuerzas. Así
vino a cambiar su política contra la línea del gran soldado y político
Albornoz, y entabló negociaciones con los Visconti a espaldas del cardenal
legado, y nombró al cardenal Androin, antiguo abad de
Cluny, enemigo que era de Albornoz y amigo de los milaneses. La paz que luego
se concluyó con los Visconti impuso a la Iglesia la entrega de enormes sumas a
Bernabé para que evacuara a Bolonia, y fue sentida ya por los contemporáneos
como perniciosa y poco digna. Tampoco la tarea inmediata, la formación de una
liga contra los mercenarios para expulsarlos o aniquilarlos, pudo cumplirse
satisfactoriamente, pues sólo prohibió futuros acuerdos con ellos. Además
Florencia quedó fuera. Un encuentro entre el papa y el césar en Aviñón, a
comienzos del 1365, traería nueva ayuda para la consecución de los fines, y
aseguraría por una expedición del emperador a Roma la vuelta de la curia a la
Ciudad Eterna. Sin embargo, pronto le pareció mejor a Urbano entrar en Roma sin
el emperador. Las resistencias venidas de todas partes de Francia y del colegio
de los cardenales contra la proyectada marcha del papa a Italia, no pudieron
apartar a Urbano de su propósito. Después de múltiples aplazamientos de las fechas,
el 30 de abril abandonó Aviñón, y el 4 de junio pisó en Corneto suelo de los
estados de la Iglesia, saludado por el que había de nuevo creado aquellos
estados. Tras breve descanso se trasladó a la fortificada Viterbo, para entrar
en Roma, bajo fuerte escolta militar, el 16 de octubre. Ya antes, el 23 de
agosto, había muerto el gran cardenal que tan a menudo pudo experimentar cómo
es la gratitud del príncipe.
En Italia cambiaron rápidamente los fines políticos
del papa. En una liga general de la curia con los territorios menores lombardos,
se ofreció la capitanía a los Visconti; en estos tratos entraron también el
emperador, la reina de Nápoles y algunas ciudades de la Toscana, excepto
Florencia. Sería mucho decir que del monje apartado del mundo se hizo ahora un
político o un secuaz de la violencia; lo cierto es que no quería aguantar en
suelo italiano una potencia mayor junto a la suya. No lo ignoraba la diplomacia
florentina, que por eso no veía con demasiada satisfacción la vuelta del papa.
Por la invasión del importante territorio de Mantua quiso el Visconti conjurar
el peligro que le amenazaba. Como, a pesar del gran ejército de la liga que se
puso en marcha, nada se decidió en el campo de batalla, logró el emperador que
entretanto había aparecido en Italia, poner paz en los bandos, siguiendo su
actividad armonizante, aun contra las verdaderas
intenciones del papa, que quería a todo trance la caída de los Visconti.
El papa que después de tantos años moraba ahora en
Roma, dedicó gran cuidado a la reparación y exorno de las iglesias de la Urbe,
señaladamente a las basílicas de san Pedro y del Laterano.
El verano de 1368 se trasladó a Viterbo, donde permaneció varios meses, y en
los años siguientes a la alta Montefiascone, junto al
lago de Bolzano. El emperador llegó a Roma en octubre, donde recibió también la
reina la corona imperial. Largas conversaciones hubieron lugar sobre la
situación en la Italia alta y central. Una mayor intervención en los asuntos de
la Toscana, solicitada por el papa, fue concedida por el emperador de mala
gana, y observada por Florencia con gran preocupación. En conjunto, de acuerdo
con la política imperial, siguió intacta la delimitación de poderes existente
desde mediados de siglo. Para el papa fue esto un gran desengaño. Poco a poco
se fue apoderando de él la idea de volver a la Provenza. La gran creación de
cardenales en Montefiascone, septiembre de 1368, fue
un mal agüero: cinco franceses, un inglés y un italiano. Disturbios en Roma y
Viterbo, la actitud hostil de Perusa y de los Visconti, la disolución de la
liga papal y la guerra anglo-francesa encendida de nuevo, son los motivos que
se indican para el nuevo rumbo. Poco significó que lo desaconsejaran Catalina
de Siena, Brígida de Suecia y Pedro de Aragón —los tres eran mirados como
dotados de dones sobrenaturales. Más fuertes fueron las influencias de origen
francés, sobre todo de los cardenales; y el fracaso de sus planes políticos fue
el motivo principal de esta renuncia. «El espíritu Santo —dijo— lo había traído
aquí; ahora le hacía volver atrás para gloria de la santa Iglesia.» Así podía
el papa tranquilizarse a sí mismo; pero, para los contemporáneos, fue un
terrible desengaño y, visto históricamente, un grave error y una medida
incomprensible. El 5 de septiembre de 1370 abandonó a Italia y el
27 del mismo mes llegó de nuevo a Aviñón. Por poco tiempo pudo gozar del júbilo
allí reinante: el 19 de diciembre dejaba ya de estar entre los vivos. Hasta quinientos
años más tarde no fue canonizado.
Gregorio XI
(1370-78)
El cónclave del 29 de diciembre que comenzó con 17
cardenales acabó ya a la mañana del día siguiente con la elección del cardenal
Pedro Rogerio, sobrino que fuera de Clemente VI. Tomó el nombre de Gregorio XI,
fue coronado el 5 de enero de 1371 y, en contraste con su antecesor, organizó
una brillante cabalgata en Aviñón. Era el tercer papa que habían sacado el
grupo de los limosines. Cuando éste fue elegido a los 42 años de edad, llevaba
ya más de dos décadas en la curia, y había así tenido abundante oportunidad de
formarse y actuar en política eclesiástica. A sus dieciocho años no cumplidos,
lo había elevado su tío, año de 1348, a cardenal diácono; sin embargo,
prosiguió sus estudios, y adquirió formación extensa y profunda. Como papa,
siguió también pegado a su familia y a su patria. De los 21 cardenales por él
creados, ocho eran paisanos suyos, otros ocho franceses, dos italianos, uno
genovés, otro castellano y otro aragonés.
El juicio de su personalidad y carácter ha sido muy
divergente. De salud débil y fina sensibilidad, hubo de ser un soñador indeciso,
hombre blando y fácilmente impresionable, que esperaba con especial
complacencia la solución de problemas difíciles de cualquier iluminación
mística. Cierto que todo esto se daba en esta rica personalidad; pero también
otros rasgos y tendencias a la firmeza y energía y hasta al rigor inexorable,
como su proceder contra Milán y Florencia, que apenas se comprende desde el
punto de vista religioso.
Gregorio tenía harta experiencia para ver, desde el
comienzo de su pontificado, la necesidad del retorno a Roma, hiciera o no ya
antes un voto en este sentido. Pero la fracasada tentativa de su antecesor era
una herencia opresora. Esta catástrofe podían ponérsela siempre delante los
muchos y muchísimos que abogaban por la permanencia en Aviñón. Además, a lo que
hasta ahora hablaba en pro de Roma, añadíase ahora la
creciente inseguridad, aun el sur de Francia, por razón de la contienda
anglo-francesa. Desde 1372, se multiplican los anuncios oficiales de una pronta
marcha a Roma. Primeramente, empero, tenía que aclararse la situación en el
norte de Italia. Gregorio se decidió muy pronto a acabar radicalmente con los
Visconti. En agosto de 1371 se formó una gran liga contra Milán, un nuevo
cardenal legado marchó a la Lombardía, Amadeo iv de Saboya tomó el mando de las
tropas, que se reforzarían con contingentes de Francia, bajo el mando del
hermano del papa, el vizconde de Turena. A comienzos del año 1373 comenzó la
publicación de los procesos contra los Visconti, y pronto siguió el de cruzada
contra ellos. De cardenales y curiales fueron exigidas sumas considerables, e impusiéronse pagos a todos los países. Enviados milaneses,
cuyas instrucciones fueron captadas, trataron en balde de negociar, e inútil
fue la intercesión del duque de Anjou: la mayoría de
los cardenales estaba por la intransigencia. Ya para la aniquilación de los Visconti
le pareció al papa necesaria la marcha a Italia, y se fijó la fecha para los
comienzos de 1375. Muchos cardenales se encargaron de preparar los alojamientos
en Roma, hasta el magister hospitii del papa fue enviado allá, y para septiembre
fueron solicitadas galeras de Venecia y Nápoles. La firmeza del papa llamó de
modo general la atención; así, cuando en el consistorio de 7 de febrero de
1375, el duque de Anjou, en un gran discurso, adujo
diez razones para la permanencia de la curia en Aviñón. La contestación del
cardenal Jacobo Orsini apuntó enérgicamente a los
estados de la Iglesia como país del papa, y que el desorden procedía de que el
señor de la tierra residía en el extranjero. Tampoco obtuvieron nada las
súplicas de los más íntimos parientes y de los ciudadanos de Aviñón. Sin
embargo, en agosto se aplazó la fecha de la partida hasta pascua de 1376.
Antes, en junio de 1375, ante la defección de muchos aliados, se vio obligada
la curia a hacer las paces con Milán, una paz a la postre poco grata al papa.
Tampoco la liga entre Milán y Florencia en el verano del mismo año prometía
nada bueno. Florencia logró apoderarse de muchas ciudades de la Toscana y hasta
de porciones de los estados de la Iglesia, y amotinarlas contra el dominio del
papa. Al empeoramiento del ambiente habían contribuido considerablemente las
desmesuradas exigencias de subsidios. Amén de Viterbo, Perusa y Cittá di Castello otras muchas ciudades y territorios
estaban en clara rebelión. Sin embargo, el papa mantuvo su plan y, como él
decía, «aunque no le quedara más que un pie de terreno de sus estados, quería
estar al principio del año en Italia». Para ello hizo grandes preparativos
contratando jefes de compañías de mercenarios, se tuvieron largos consistorios
y se decidió la guerra contra Florencia por todos los medios. Entre éstos
estaba la publicación de una bula de anatas, pignoraciones del tesoro papal y
amplias acuñaciones de moneda en Aviñón. En verano, se lanzaron las más graves
amenazas contra Florencia: entredicho, prohibición de que los clérigos
residieran en ella, abrogación de la sede episcopal y de los derechos de la
ciudad, incautación de todos los bienes de ciudadanos florentinos en el
extranjero, lo que equivalía a la paralización del comercio. Entretanto, taxatores domorum y la
capilla papal partieron para Roma. Nuevos firmes esfuerzos de los cardenales,
de los duques de Anjou y Borgoña, y de los familiares
del papa que, en signo de luto, aparecieron vestidos de negro, no lograron
apartar, a última hora, de su propósito a Gregorio XI. El 13 de septiembre
abandonó Aviñón para siempre.
La cuestión de la influencia que tuviera santa
Catalina de Siena en la vuelta de Gregorio a Roma ha tenido respuestas muy
divergentes entre sí. Caterina di Jacopo Benincasa había actuado como mediadora entre Florencia y el
papa, pero sin mandato oficial por parte de la ciudad del Arno.
Desde mediados de junio de 1376, permaneció tres meses en Aviñón, durante los
cuales sólo tuvo una conversación con el papa. Sin ponderar demasiado, como se
ha hecho a menudo hasta ahora, su importancia para la política de su tiempo,
puede sin duda decirse que sus reiteradas exhortaciones por escrito a
Gregorio, de carácter muchas veces vacilante y a la expectativa de un signo del
cielo, lo fortalecieron en su propósito, y en este punto tuvo la virgen sienesa más fortuna que en su propaganda por la cruzada.
Sin embargo, el total silencio del emisario de Mantua y Siena que informa desde
Aviñón, sobre la actividad de la santa, es muy sorprendente.
El 2 de octubre de 1376 zarpó de Marsella la flota
papal, pero el temporal la obligó a muchas escalas, y hasta el 6 de diciembre
no pudo Gregorio pisar en Corneto suelo de los estados de la Iglesia. El 17 de
enero de 1377 hizo, con 13 cardenales, su entrada solemne en Roma. ¡Ya era
hora! Sublevaciones y disturbios habían alcanzado una medida peligrosa. Con
furia inesperada había estallado el odio contra los dominadores extranjeros y
sus fortalezas, odio alimentado por el temor, sin duda exagerado, de que los Anjou erigieran un estado en la Toscana y Lombardía. No era
de descartar la posibilidad de la pérdida total de los estados de la Iglesia y
de Roma, ni tampoco de una separación eclesiástica de este papado. Se pudo,
sin embargo, evitar lo peor. Florencia, herida más sensiblemente en sus
intereses comerciales que en los espirituales, se sirvió de la mediación de
Milán, mediación que también reclamó el papa. Para febrero de 1378 estaba
convocado un gran congreso en Sarzana. Antes de que acabaran
sus trabajos murió el papa, el 27 de marzo, y la conclusión de la paz con
Florencia y Milán quedó reservada a Urbano VI, su sucesor en Roma.
La curia de AviÑÓn
Aviñón, la ciudad de Provenza a orillas del Ródano,
dio nombre al «cautiverio de Babilonia». Durante cerca de 70 años fue
residencia de los papas, sin que nunca, empero, se trasladara allí la sede del
papado. La calificación de cautiverio o destierro babilónico está formulada
desde el punto de vista del abandono de Roma y contiene una nota acusatoria,
siquiera nuevos estudios sobre el período aviñonés han aportado cierta mitigación
de anterior condenación. Situada en cercanía inmediata a los dominios de entonces
de la corona francesa, la ciudad ofrecía, por su grandeza y su favorable situación
comercial, un puesto digno para una corte. Después de la compra de la ciudad y
del territorio vecino por Clemente VI el año 1348, Aviñón vino a ser una parte
de los estados de la Iglesia.
El palacio papal se constituyó en dos decenios hacia
la mitad del siglo. Comenzado por Benedicto XII poco después de su elección por de pronto como sombría fortaleza casi monacal, acabólo Clemente VI como palacio-castillo
principesco. Las adustas formas externas fueron proyectadas por arquitectos
franceses, el interior fue por lo general adornado por artistas italianos. Los
cardenales, los altos funcionarios y sus oficinas fueron por de pronto alojados
en casas alquiladas o incautadas. Pero pronto se levantaron nuevas
construcciones de palacios, monasterios, hospitales, hospederías y lonjas de
contratación, y la ciudad, muy dilatada ahora, recibió protección y defensa por
medio de un potente cinturón de murallas. En sus alrededores, famosos por sus
bellezas naturales, se podía soportar fácilmente el calor estival, por ejemplo,
en las residencias de verano, construidas por Juan XXII, de Pont-Sorgue y Cháteauneuf-du-Pape. Muy
cerca de la ciudad, a la otra orilla del Ródano, ofrecía Villeneuve-les-Avignon a papas y cardenales una estancia agradable y segura. Las grandes rentas de los
cardenales, aparte mantener una corte principesca, se empleaban también para
el arte y la ciencia, y para la construcción y ornato de iglesias y capillas en
Aviñón. Los libros de cuentas de la cámara apostólica nos instruyen de cuando en
cuando de la vida alegre y despreocupada que reinaba en esta corte clerical. Si
es cierto que la medida o desmedida del tren de corte dependía también de la
personalidad del papa de turno, también lo es que poco a poco se fue formando
un estilo noble y hasta fastuoso, que se desplegaba generalmente en las
grandes solemnidades de la Iglesia, en los consistorios y en la recepción de
los numerosos reyes, príncipes y embajadores que acudían a la residencia del
papa. Esto supuso para la ciudad grandes mudanzas arquitectónicas, fuerte
aumento de la población, extraordinaria animación del comercio y un aire de
vida internacional.
La curia papal formaba en Aviñón una ciudad aparte y,
no obstante muchas funciones vitales comunes y una mutua penetración, se destacó
de la población civil. Curia en el sentido de corte principesca la hubo ya en
Roma durante la alta edad media; el tren de corte de Bonifacio VIII es bien
conocido. Pero ahora se organiza mejor y, sobre todo, tenemos acerca de ella
más exactas noticias. En los puestos y oficinas superiores, predominaron por de
pronto aún los italianos; el personal medio e inferior fue pronto reclutado
entre paisanos del papa reinante. Así Clemente V se trajo de su patria chica
una especie de guardia de corps. La mente sistemática de Juan XXII penetró
incluso en el tren de corte y lo reguló todo más puntualmente; pero sus
ordenaciones fueron una y otra vez modificadas por sus sucesores. En grado
mayor que en casos semejantes de las cortes principescas, el cambio de pontífice
traía consigo el consiguiente cambio del personal y de los usos y costumbres,
incluso de las funciones de las oficinas o ministerios. Pero, en conjunto, el
estilo de los oficiales de la curia se parecía fuertemente al reinante en la
corte del rey de Francia. La administración del palacio apostólico incumbía al
magister hospitii papae; del
servicio litúrgico en la capilla papal se encargaban los clerici capelle y los cantores. Los capellani conmensales,
cuyo menester no siempre se describe puntualmente, eran personas influyentes,
que eran frecuentemente promovidos a sedes episcopales. Al entorno o séquito
más íntimo del papa pertenecían los cubicularii, en que se contaban también los médicos, así
como el magister s. palatii,
generalmente un dominico. La distribución de la corte en cuatro oficios
principales (cocina, panadería, bodega y caballerizas) era aún más antigua. Se
la mantuvo, aunque se modificaron las incumbencias y se crearon otras
secciones, como el magister aquae, magister cere y magister folrarie.
Aun en tiempos de graves apuros financieros, recibió el ministerio de las
limosnas de la caja papal sus grandes sumas para dar de comer y vestir a muchos
centenares de pobres. Todos estos oficios o ministerios eran dirigidos por
clérigos, a pesar de que laicos lo hubieran hecho tan bien y mejor. Juntamente
había un personal, seguramente también muy copioso, de laicos, como los
porteros (hostiarii maiores et
minores), soldados y gendarmes (servientes armorum) y una especie de guardia noble (scutiferi, domicelli).
El tren de corte ocupaba a unas 500 personas. Muchos oficios se conferían de
por vida, otros cesaban a la muerte, sobre todo los de su más próximo entorno.
Solamente una parte de estos cortesanos eran
familiares del papa, título que fue sentido como una distinción y era también
bueno para la obtención de beneficios. Para satisfacer la vanidad de muchos
clérigos, hubo también en medida creciente capellanes papales de honor; para el
tiempo de Juan XXII a Benedicto XIII se calcula su número en 3000.
El giro hacia Francia se nota con la mayor claridad en
el colegio cardenalicio. Clemente V nombró poco después de su coronación diez
cardenales: nueve franceses y un inglés. Con ello cambiaba decisivamente la
proporción de fuerzas en contra de los italianos, y así quedaría en lo
sucesivo. En sus tres promociones creó 24 cardenales, de ellos 20 eran del sur
de Francia, y de éstos 13 de su patria gascona, tres del norte de Francia y uno
de Inglaterra; ninguno italiano, ninguno clérigo de territorio imperial. Lo
mismo aconteció en los pontificados siguientes. De 1316 a 1375, fueron
nombrados 90 franceses, 14 italianos, 5 españoles y un inglés. Francamente
cargantes son en todos los pontificados aviñoneses, a excepción de Benedicto XII, los parientes y paisanos de la Gascuña, el Quercy y el Limosín.
No cabía hablar de una representación de la cristiandad universal. El influjo
de la corona francesa era fuerte, constante y sin merma; varios miembros del
sacro colegio habían estado antes al servicio de ella. En el período aviñonés
los ingresos eran considerables y procedían sobre todo de pingües regalos de
elección y de cuantiosos beneficios; sin embargo, al estallar el gran cisma,
bajaron. La colaboración en el gobierno de la Iglesia se ejercía sobre todo en
el consistorio, en mandatos de naturaleza jurídica y legaciones. Se conocen
muchos ejemplos de libre manifestación de la opinión en el consistorio,
siquiera se diera a menudo una débil transigencia. El intento del cónclave de
1352 de ligar hasta jurídicamente al futuro papa, por capitulaciones
electorales escritas, a las exigencias del colegio, fracasó en parte.
Sin embargo, de manera general, la libertad de acción
del papa estaba restringida por el colegio cardenalicio. El número de
cardenales oscilaba alrededor de los veinte; y la mayoría de ellos sostenían
una gran casa con numerosa servidumbre y clientela, de suerte que los papas
hubieron de exhortarlos a menudo a la moderación. Por los testamentos
conservados de varios cardenales se ve que podían disponer de grandes riquezas.
Figuras particularmente conocidas que durante decenios vistieron la púrpura
cardenalicia son Napoleón Orsini, Jacopo Stefaneschi, Guillermo de Longis y Talleyrand de Périgord.
Pero por papado aviñonés se entiende también el sistema
centralista del gobierno de la Iglesia, que se distingue fuertemente de las
anteriores circunstancias y creó nuevas formas de la constitución de la
Iglesia y de la hacienda papal, y una burocracia marcadamente eclesiástica.
Juntamente con el desmesurado favoritismo de paisanos y parientes en la
colación de beneficios eclesiásticos, ese sistema provocó entonces y después
viva crítica, y vino a ser un importante elemento de los gravamina para siglos
posteriores. Lo malo es que, a despecho y pesar de todos los intentos de
reforma, partes considerables de este absolutismo papal se han mantenido hasta
hoy.
La base jurídica de la plenitudo administrationis fue puesta ya en el
siglo XIII. Los papas de Aviñón la recogieron y estructuraron el sistema con
gran virtuosismo en las llamadas reservaciones. Si Bonifacio VIII había
dilatado el concepto de vacante en curia a un circuito de dos jomadas de Roma,
Clemente v extendió la reserva a los beneficios de obispos que habían sido
consagrados en la curia, o cuando la renuncia, traslado y cambio se había efectuado
en la curia. Más allá fue Juan XXII por su constitución Ex debito de 1316, por la que fueron también incluidos en la curia
la deposición de un beneficiario, la casación de una elección, la negativa de
una postulación, más los beneficios de los cardenales y de casi todos los
empleados curiales. Además, por razones sin duda predominantemente políticas,
quedaron reservados los beneficios mayores en los estados de la Iglesia, y en
el centro y norte de Italia, por un plazo de dos años que una y otra vez fue
alargado. Un año después, por la constitución Execrabilis condenaba el papa la
acumulación de prebendas. En lo futuro sólo puede conservarse un beneficio
con cura de almas y otro sin ella; los obispos deben renunciar a todos los
otros; pero estos beneficios que quedan libres, se reservan todos a la santa
sede. La constitución Ad regimen de Benedicto XII, fechada el 1335, resumía todas las reservaciones corregidas y aumentadas. Así
no es de maravillar que, avanzando por este camino, el año 1363, reservara
Urbano V a la santa sede la provisión de todas las sedes patriarcales y
episcopales, más los monasterios de hombres y mujeres de determinada cuantía
de ingresos. Con ello se había logrado, en la teoría, la plena soberanía de la
curia sobre todo oficio y beneficio. La ejecución de estas importantes
constituciones exigía numerosas oficinas o ministerios y una potente máquina
burocrática.
A la cancillería apostólica le incumbía solamente la
parte técnica; en cambio, los procedimientos estaban determinados hasta en sus
mínimos pormenores por las ordenaciones y reglas de la cancillería. A su
personal pertenecían notarios, referendarios, abreviadores, escritores,
correctores, registradores, bulatores y el auditor litterarum contradictarum.
Procuradores y agentes llevaban los asuntos de sus mandatarios, pues sólo ellos
tenían experiencia en los procedimientos enormemente complicados. Normalmente
cada asunto, señaladamente los beneficiales,
comenzaba por la presentación de una instancia (súplica) que pasaba luego,
según su importancia, para su aprobación (sello), al papa, al vicecanciller o
a uno de los referendarios. Venía seguidamente la datación, y esta data (fecha)
era decisiva para todo el curso ulterior del asunto. La mayor parte de las
súplicas aprobadas se inscribían, seguramente ya desde Benedicto XII, para su más fácil revisión de los
registros. Después de un examen acaso necesario del candidato, pasaba la
súplica a los abreviadores que preparaban una minuta, luego venían la redacción
en limpio, la tasa, la bulación o sello y el registro
en los registros de bulas, el pago a la cámara apostólica y el nombramiento de
ejecutores de la ordenación papal. Con ello se daba por conclusa la parte
formal.
Pero sólo en pocos casos se ejecutaba de inmediato una
disposición papal. Relativamente sencillo era el caso en que un beneficio
vacaba por muerte de su titular; sin embargo, también había las más veces
varios solicitantes. Los motivos corrientes para la vacación de un beneficio
eran la renuncia, la obtención de otra prebenda, carencia de órdenes en los
beneficios curados, casamiento de un clérigo de órdenes menores, nacimiento
ilegítimo, deficiencia de edad, defectos corporales, acumulación de beneficios
sin dispensa correspondiente. Si surcan dificultades, se abría un proceso ante
los auditores sacri palatii (Rota), que comenzaba otra vez por la
presentación de una instancia, pasaba por muchas etapas, se prolongaba cuanto
se quería y acababa, a menudo, sin resultado. Todas estas idas y venidas
estaban ligadas a tasas, y considerables propinas. A pesar de muchas pérdidas,
están registrados en las series de registros del archivo Vaticano para el siglo
XIV centenares de miles de tales documentos; así, para Juan XXII, unos 65.000
sólo en los registros comunes; para Clemente VI, unos 90.000; para Inocencio VI
30.000; para Urbano V, 25..000; para Gregorio XI, 35.000. La mole gigantesca de
escritos que salían de la curia, principalmente de asuntos rutinarios de la cancillería
apostólica, presentan considerables enigmas respecto principalmente a
transmisión. Una gran parte, que se calcula en la mitad, se la llevaban consigo
los propios solicitantes; otro tanto por ciento considerable los que partían de
Aviñón a las regiones interesadas. Ni unos ni otros eran a costa de la curia.
Mucha parte era transportada por las agencias bancarias de negocios con su red
mundial, que tenían sucursales en Aviñón. Sólo tratándose de escritos
particularmente importantes, y, por tanto, de asuntos políticos y urgentes, se
apelaba a los cursores papae o a clérigos superiores, monjes o frailes, entre
éstos con particular frecuencia dominicos. Los cursores del papa no eran
empleados para recados ordinarios, sino más bien para citaciones ceremoniales.
Su número fue, en el período aviñonés, por término medio, de unos 50, estaban
reunidos en una especie de colegio bajo el magister cursorum y gozaban de una posición de confianza;
pertenecían a los cargos superiores del personal de la curia y al séquito
permanente más inmediato del papa, sobre todo a edad avanzada. A ellos incumbían
también las compras para el palacio papal, sus cocinas y bodegas.
Además de estos cursores apostólicos había cursores curiam sequentes,
que estaban generalmente en relación con los mercatores curie y formaban una especie de posta.
Comunicaciones políticas importantes se redactaban a menudo por duplicado y se
mandaban separadamente. Para mantener el secreto se empleaban las cifras, por
lo general como cedulae interclusae,
a menudo escritas personalmente por el papa o el camarlengo y, a lo que parece,
sólo raras veces registradas. Juntamente era también usual en la curia la
transmisión de mensajes orales con la expedición de una credencia.
Pero el ministerio u oficina más importante era la
cámara apostólica. A su cabeza estaba el camarlengo, por lo general un
arzobispo, que antes hubiera prestado durante largos años servicio en la curia
y, como colector, por esas tierras. El camarlengo y un equipo de clérigos y
secretarios de cámara llevaban la correspondencia política. En sus manos
prestaba también juramento, al tomar posesión de sus cargos, el personal de la
corte papal. De la política secreta sabemos relativamente poco; tanto más, de
la administración financiera de la cámara. Libros principales eran los Introitus et Exitus (entradas y salidas), las cuentas de los colectores que, como nuntii et collectores,
recaudaban por lo ancho y largo de la cristiandad de entonces el dinero debido
a la cámara. Había además toda una serie de registros especiales para diezmos,
ingresos por beneficios vacantes (fructus medii temporis),
procuraciones, obligaciones de pagos y pagos hechos. Los registros de división
se destinaban a ingresos por servicios, visitas y censos que, desde el siglo XIII, se repartían por mitad el papa y
los cardenales. Las fuentes más importantes de ingresos eran los servicios,
anatas, censos, subsidios y espolios. Ya desde la alta edad media recibían el
papa y los cardenales, en gran escala, subsidios financieros que poco a poco se
fueron fijando y se miraron como tributo obligatorio. Registros de
obligaciones por servicios se conservan desde 1295. Obispados y monasterios con
un ingreso anual superior a 100 florines de oro, fueron agregados a los
servicios con ocasión de su provisión por la curia. Su cuantía era un tercio de
los ingresos del primer año y sólo podía cobrarse una vez al año. La organización
sistemática de las reservaciones fue constantemente ampliando el número de
obligados o deudores, de suerte que desde la mitad del siglo XIV fueron
comprendidos casi todos los beneficios consistoriales. La mitad del servicio
venía a parar al papa, la otra mitad al colegio cardenalicio; los cardenales
asistentes al consistorio en la colación del beneficio recibían partes iguales.
A los empleados de la curia se les asignaban, según una clave muy detallada,
cinco servilla minuta de cinco participaciones o prorratas cardenalicias. Para
la fijación de la cuantía de los ingresos sirvieron por de pronto los registros
de obligaciones; desde fines del siglo, el líber taxarum de la cámara apostólica.
Las anatas entraron por vez primera en la curia,
cuando, el año 1306, exigió Clemente V los ingresos del primer año de todos los
beneficios vacantes o por vacar en Inglaterra, Escocia e Irlanda sin
consideración del modo de provisión. Clemente V fundó su exigencia con la frase
que se hizo célebre: quia quod postulat inferior, potest etiam superior. El concilio de Vienne lo contradijo
vivamente y pidió un pasar suficiente para los pretendientes de prebendas.
También Juan XXII prescribió anatas, a veces casi para toda Europa, y más a menudo para varias
provincias eclesiásticas y distintos países. Desde 1326, ordenó que estas
anatas fueran pagadas por todos los beneficios vacantes en curia, y reiteró a
menudo estas reservaciones. La cuantía de las anatas vacila en el siglo XIV,
pero correspondía en general a la estimación de los diezmos. Annata, seu medii fructus primi ami es una definición que corre desde fines del
siglo. Estaban obligados beneficios con un ingreso de 24 florines de oro. Como
las anatas caían indivisas en la caja papal, eran de las fuentes más seguras de
ingresos y alcanzaban generalmente la cuantía de los servicios.
En parangón con el siglo precedente, el producto de
los censos, que seguían prescribiéndose, sufrió fuerte baja. Todavía estaban
sin pagar del todo los grandes censos de cruzada del concilio de Lyon y de
Bonifacio VIII, cuando el concilio de Vienne pidió a toda la cristiandad un
diezmo de cruzada por seis años. Lo siguió pidiendo Juan XXII al fin de su pontificado, pero lo
revocó Benedicto XII y mandó
fuera devuelto el dinero ya recogido. Clemente VI, Inocencio VI y Urbano v
prescribieron de nuevo diezmos generales, pero sin gran éxito. En territorios
particulares se exigieron con mucha frecuencia, en el curso del siglo, diezmos
cuyo producto hubo de ser repartido con los señores temporales. La mayoría de
los diezmos de cruzada se los llevaron los reyes de Francia sin saldar cuentas
ni devolverlos, caso de no haber tenido lugar la cruzada.
El subsidium caritativum fue originariamente una prestación
voluntaria para una causa determinada; pero, en el curso del siglo XIV fue
normalizada en su cuantía y hecho obligatorio, siquiera por lo general sólo
localmente fuera exigido, sobre todo para las guerras continuas de Italia. Un
subsidio pedido por Juan XXII a
los obispados franceses dio sumas oscilantes entre 200.000 y 300.000 florines
de oro. La incautación de la herencia de los cardenales y altos prelados
muertos en la curia existía ya de mucho tiempo atrás; pero, al comienzo del
siglo XIV, fue exigido por razón de reservaciones especiales, hasta que luego
Urbano V se reservó la herencia de todos los obispos, abades, decanos,
prebostes y rectores.
La dirección de la caja en la curia incumbía al
tesorero, cuyo oficio se proveía a veces por duplicado. Con él colaboraban
estrechamente los depositarios, es decir, los representantes de las casas
bancarias, que daban créditos y anticipos y se encargaban de la transferencia
del dinero. A pesar de la imponente masa de libros de cuentas del siglo XIV,
hay que preguntarse si permiten una visión de conjunto sobre la conducta
financiera y sus trasfondos en la curia. Hoy día se opina que no representan un
balance, sino que sirven como recibos de cantidades ya pagadas y como
documentos de descargo para los empleados de la administración; en lo esencial
sólo consignaban lo que debía ser demostrado o comprobado. En todo caso, a par
de la administración ordinaria, había también fondos secretos, que se llamaban
la casulla privada del papa. Clemente
V tenía un líbertam de secretis receptis quam expensis y apuntaciones sobre dona data domino y servida secreta, que hizo destruir poco antes de su muerte. Para la guerra de
Lombardía dio Juan XXII más de
400.000 florines de oro ex coffinís suis, de bursa sua.
Como ingresos medios anuales se han calculado para
Juan XXII 230.000 florines de
oro, para Benedicto XII 165.000, para Clemente VI 190.000, para Inocencio VI
250.000, para Urbano V 260.000 y para Gregorio XI 480.000. Las finanzas menos
claras son las de Clemente V. Claro que del tesoro de Bonifacio VIII y Benedicto XI depositado en
Perusa sólo pudo salvar lo que hizo llegar a Lyon para su coronación. Los
transportes ordenados posteriormente fueron robados en Lucca y Asís. Sin
embargo, dejó grandes sumas de dinero, pero no a la Iglesia, sino a sus
parientes. El tesoro amontonado por Juan XXII montó aproximadamente un millón, el del parco Benedicto XII a millón y medio.
En cambio, al morir Clemente VI, hospitalario y manirroto, la herencia que
dejó fue menguada. En la firme fortaleza de Aviñón, el tesoro estaba alojado
bajo seguras bóvedas de las grandes torres cerca de la alcoba del papa. Los
inventarios conservados de esta época apuntan muchas cajas de monedas de oro y
plata, vasos de oro y plata y objetos de arte, y, sin duda procedentes en su
mayor parte de la herencia de cardenales y obispos, costosos anillos de oro con
piedras preciosas, caros paños, mitras y libros. El dinero contante fue menguado
desde mediados de siglo, y con bastante frecuencia hubo que fundir en moneda
objetos de metales preciosos, para atender a los gastos de la guerra en Italia.
Las salidas o gastos están distribuidos en los libros
principales de la administración central en los grupos siguientes: cocina, panadería,
bodegas, caballerizas, vestidos y tejidos, objetos de arte y adorno,
biblioteca, construcciones, oficio del sello, sueldos y preparativos
extraordinarios,(principalmente gastos de guerra), pagos de sueldos
ordinarios, bienes inmuebles y ajuar, limosnería y
varios. Como media anual de gastos se ha calculado para Juan XII 233.000 florines de oro, para Benedicto XII 96.000, para Clemente VI 165.000,
para Inocencio VI 260.000, para Urbano V 300.000 y para Gregorio XI 480.000.
Sin embargo, hay que tener siempre en cuenta que no estamos suficientemente
informados sobre los ingresos y gastos extraordinarios. Las guerras de Italia
se tragaban grandes sumas; así, en el pontificado de Juan XXII el 63 por 100 de los gastos; luego
especialmente en los gobiernos de Inocencio VI y Gregorio XI. Para la
retribución de los empleados se empleaba entre el diez y el veinte por ciento. Añadíanse los gastos para el sostenimiento de la corte y
los curiales. La provisión de los papas de Aviñón corrió en lo esencial a
cargo de los alrededores; sin embargo, las importaciones de lujo consumían de
un cinco a un diez por ciento del presupuesto anual, y las costas del banquete
de la coronación de Clemente VI pasaron de 15.000 florines de oro. En contraste
con la administración de los estados particulares, ostenta la curia un sello de
todo punto internacional, un constante ir y venir por las comarcas todas de la
cristiandad. Ya desde el siglo XIII, estos negocios fueron generalmente
llevados por grandes empresas comerciales, que estaban también políticamente
del lado de la curia y, consiguientemente, sobre todo por los grandes
mercaderes florentinos de los Bardi, Peruzzi, Acciaiuoli, Bonacorsi y Alberti.
Solo Clemente V rompió, inmediatamente después de su elección, todas las
relaciones con los bancos e hizo administrar el dinero por clérigos y
depositarlo en monasterios, cosa que se comprende por el carácter de su
persona. Aunque bajo su pontificado comenzó la rápida organización de la
hacienda curial, dado su carácter inconstante y sus viajes permanentes, no
entraban en cuenta los bancos como institutos de crédito. Pero luego se
convirtió Aviñón en un emporio comercial de primer orden, como ciudad de unos
30000 habitantes, la tercera seguramente en población, donde la mayor parte de
las grandes casas comerciales erigieron sus sucursales. Después de la quiebra
de las altas finanzas florentinas a mediados de siglo, se aprovecharon
transitoriamente los servicios de otros bancos italianos, incluso de ideas
güelfas, hasta que pronto se volvió otra vez a las casas bancadas de Florencia.
Las casas comerciales no llevaban sólo negocios de dinero en sentido estricto,
sino que eran también conocidas como transmisoras de posta y proveedoras de
mercancías y noticias. Bajo Juan XXII y Benedicto XII superaron los ingresos a
los gastos y pudieron depositarse reservas, que hubo que aprovechar bajo
Clemente VI e Inocencio VI, en que los gastos superaron a los ingresos. Urbano V
y Gregorio XI sólo por medio de empréstitos pudieron superar los gastos
siempre crecientes. Aun cuando los ingresos de la curia eran inferiores a los
de los reyes de Francia, Inglaterra y Nápoles, se trataba de sumas imponentes.
Es difícil no sentir la impresión de que la curia de
Aviñón creía poder disponer a su talante del dinero recogido de todo el mundo
cristiano. Clemente V, el pastor senza legge, descuella señero en arbitrariedad. De los datos
sobre finanzas, aunque incompletos, de su pontificado, resulta con certeza que
procedió de manera irresponsable con el tesoro material de la Iglesia. Del
millón de florines de oro de que pudo disponer al final de su gobierno, 800.000
pasaron a mano de su sobrino, el vizconde de Lomagne,
para quien ya antes había comprado el castillo de Montreux,
donde guardar dinero y tesoro. Cantidades gigantescas de diezmos se las entregó
a los reyes de Francia e Inglaterra sin rendición de cuentas. Juan XXII que fue elegido tras una vacancia
de dos años, sólo recibió 70.000 florines de oro, de los que la mitad tocó al
colegio cardenalicio. Largos años duró el proceso intentado tras larga espera
por Juan XXII a los herederos de Clemente; sin embargo, aún pudo recuperar el
papa la cantidad de 150.000 florines.
Tal estado de cosas no dejó de suscitar la crítica por
parte de los afectados. El concilio de Vienne resumió bastantes voces
acusatorias que se habían ya levantado. Durante todo el siglo, señaladamente
durante el gran cisma, obispados y abadías y hasta provincias eclesiásticas
enteras hubieron de defenderse contra el esquilmo aniquilador de la curia. Lo
que sobre todo escandalizaba era la permanente y descarada exigencia de dinero,
y la imperfecta administración de beneficios y finanzas. A la verdad, no
siempre estaba la iniciativa en la curia, pero ella era la responsable, cuando
cedía a los deseos importunos y amenazantes de reyes y príncipes en la
provisión de puestos y exigencias de diezmos. Toda posibilidad de echar la
zarpa al dinero era aprovechada sin contemplaciones. Así quedaban beneficios
vacantes a menudo un año entero y más, para asegurar a la curia la percepción
de los frutos intercalares, o cuando altos prelados tenían que hacerse cargo de
todos los servicios impagados por su antecesor. Francamente frívolo era el
manejo de las censuras o penas eclesiásticas, cuando los pagos prometidos por
juramento no se ejecutaban con puntualidad. Inmediata y automáticamente caían
sobre el infeliz moroso la suspensión, excomunión y entredicho. Así, el 5 de
julio de 1328, un patriarca, cinco arzobispos, treinta obispos y cuarenta y
seis abades fueron declarados incursos en suspensión, excomunión y entredicho
por falta de pago de los servicios. En tres documentos de la cámara apostólica
entre 1365 y 1368, aparecen como censurados y perjuros siete arzobispos,
cuarenta y nueve obispos, ciento veintitrés abades y dos archimandritas de
Francia y España.
El curso antieclesiástico de
la administración aviñonesa, que se prosiguió subida de punto en las dos o tres
obediencias del gran cisma, condujo a una triste desaparición de la confianza
en la curia y el ministerio eclesiástico. Así se explican los ásperos reproches
contra papas y cardenales durante el cisma, y la dura lucha por una verdadera
reforma de la Iglesia, en Constanza y Basilea. Y es así que estos negocios de
dinero, si no eran directamente simoníacos, sí por lo menos incompatibles con
el carácter predominantemente eclesiástico del papado, e iniciaban desde el
puesto más alto de la Iglesia una secularización peligrosa. ¿Sintió algo de eso
Juan XXII, cuando, pocas horas antes de salir de este mundo, revocó todas las
reservaciones?
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